31 agosto, 2013

La cena de los acusados

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 Un año después de ser derogada la ley seca, W. S. Van Dyke rueda en doce días la adaptación cinematográfica de la última novela de Dashiell Hammett, titulada ‘El hombre delgado’. Fotografía de cine negro, trama policíaca, tono de comedia disparatada y un título: ‘La cena de los acusados’. William Powell interpreta a un detective reconvertido a millonario del que se intuye cierto virtuosismo en el braguetazo. Después de enviudar, se casa por segunda vez con Myrna Loy, fusión que provoca uno de los matrimonios más divertidos de la historia del cine o, más bien, una pandilla de dos. Se centran en su nuevo oficio: disfrutar de la vida. Viven en un hotel de lujo y asisten a fiestas fastuosas con millonarios excéntricos, parásitos, mantenidos, ambientes elegantes y mujeres lanzasartenes. Parece que Hammett se propuso demostrar que los matrimonios felices también existen. La chispa a la hora de tomarse el pelo mutuamente, los diálogos, las miradas: son cómplices y amigos, gustan el uno del otro.

 Lillian Hellman, pareja de Hammett hasta que el escritor murió, contaba cómo se emocionó el día en que éste le confesó que el personaje de Myrna Loy estaba basado en ella. Claro que a continuación le dijo que con la mujer mala y la mujer tonta de la película había hecho lo mismo. Hammett era un experto en rebajar la euforia, no así la ginebra. Según un amigo suyo, cuando se trasladó a Hollywood «empezó a beber en exceso y a vivir de una manera que tenía sentido solo si no esperaba seguir vivo más allá del jueves». Nunca en una película se sirvieron tantas copas. Los protagonistas casi dejan sin existencias a la Metro Goldwyn Mayer.

 Las ansias detectivescas de su mujer y un asesinato obligan a Powell a retomar su antiguo oficio, una combinación entre el refinamiento de Sherlock Holmes y un borracho travieso. Comienza tomando unos martinis, munición para el alma, y desarrolla la investigación vaciando los vasos que encuentra a su paso hasta llegar al clímax: una cena a lo Agatha Christie en la que se propone descubrir al asesino con la ayuda de unos cuantos policías disfrazados de camareros. Gente despejada capaz de encontrar una aguja en un pajar, siempre que alguien les diga donde está el pajar.


                                                                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

23 agosto, 2013

Los amigos de Peter

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 Peter y su grupo de amigos montan un número musical para animar la cena de fin de año de 1982 en la casa de su padre, un gran terrateniente británico. Acaban de graduarse y después de hacer una de esas fotos que congelan el acontecimiento para siempre se disponen con entusiasmo a rejonear su futuro. Pasa una década. Mandela sale de la cárcel, Imelda Marcos compra zapatos y 'Los versos satánicos' están en la mesilla de noche del ayatolá Jomeini. Juan Pablo II besa el suelo que pisa, Margaret Thatcher optimiza su aniquilación de lo colectivo y el muro de Berlín se convierte en escombros. Todo lo anterior se resume en los cinco minutos iniciales de la película, con un salto en el tiempo y una canción que arrastra a los personajes hasta su presente. Diez años después y con una posición acomodada, todos se reúnen de nuevo en la mansión señorial de Peter con la excusa de celebrar el fin de año. Mirar hacia atrás y hacer balance resulta inevitable. La puesta al día es como una auditoría de fracasos con el tiempo como juez poco piadoso. Entre diálogos lúcidos y pequeños ajustes de cuentas, hacen un recuento divertido de las pequeñas miserias, el tiempo malgastado, los autoengaños, las neuras y los ataques de expectativas. Es lo que tiene el futuro al convertirse en pasado.

 'Los amigos de Peter' es una comedia protagonizada por adultos de parvulario. Un relato sobre la imposibilidad de madurar. Todos se han hecho mayores pero no han crecido. «Los adultos son solo niños con dinero», dice uno de ellos. Puede que esa sea la desgracia de algunos ricos: no necesitan nada. Por eso procuran tener a mano uno o varios conflictos existenciales. Nada como una reunión de viejos amigos para descubrir que los reencuentros son, en realidad, desencuentros. Con una combinación estupenda de humor y sarcasmo, de optimismo y amargura, la película es un alegato a favor del 'carpe diem'. «Juega con el tractor que le costó 40 libras a papá y no con la caja en la que vino», le dice uno de los protagonistas a su hijo pequeño. Algo parecido hacemos casi todos con nuestra vida: en lugar de aprovechar el regalo, jugamos con la caja.


                                                                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

15 agosto, 2013

El amor llamó dos veces

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 Hay pequeños detalles que marcan un antes y un después. La Segunda Guerra Mundial fue uno de esos detalles. Durante los años treinta la comedia americana vivió una época de esplendor que llegó hasta 1942. Luego todo cambió. La gente ya no estaba de humor. Perdió la afición al disparate. Directores como Lubitsch o Preston Sturges, que se dedicaban casi en exclusiva a la comedia, de pronto ya no estaban en la misma sintonía que su público. Su tiempo fue desapareciendo. Con la pujanza del cine negro, el drama y el western, la comedia pasó de género mayor aun estatus de aparición esporádica.

 ‘El amor llamó dos veces’ es una de estas comedias fuera de temporada con un telón de fondo insólito. En plena guerra mundial hay escasez de hombres en edad de merecer: todos están en el frente. Cuando pasa un joven bien parecido por la calle, las chicas le silban. Toda la ciudad está abarrotada y se hace difícil encontrar un lugar donde dormir en Washington. Una Jean Arthur sobrada de desparpajo decide alquilar la mitad de su pisito para aliviar la escasez de vivienda (desde luego, una forma muy particular de entender el patriotismo) y termina viviendo, a su pesar, con Charles Coburn, un anciano impredecible capaz de convertir la travesura en una de las bellas artes y que hace avanzar la película de complicación en complicación. Coburn subalquila la mitad de su mitad del piso a un joven apuesto que va por el mundo cargando una hélice de dos metros de altura y al que no para de repetirle que en la ciudad solo hay un varón por cada ocho mujeres. Transforma la película en un manual de instrucciones en caso de racionamiento de hombres.

 Con unos diálogos cargados de retranca y unos gags inolvidables heredados de la época en que rodaba las películas del Gordo y el Flaco, George Stevens repasa las claves de toda comedia. Sabe que enseñar una pierna es mejor que enseñar un brazo, que un dormitorio siempre es mejor que un salón, que un beso supera todo lo anterior y que una caída tonta es mejor que cualquier otra cosa.


                                                                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

10 agosto, 2013

Las tres noches de Eva

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 Pocas cosas hay tan traicioneras como la geografía. Los hombres que protagonizan las comedias del cine clásico americano desconocen este dato. No saben que hay un terreno temible, con mucho sentido del humor y poco sentido común, entre Pensilvania, Nueva York y Connecticut. Una especie de triángulo de las Bermudas de la ‘screwball comedy’ donde suceden todas esas ‘Historias de Filadelfia’ y ocurren aventuras con uno o varios leopardos que se escapan. En este lugar poco apto para hombres débiles (coronariamente hablando) y repleto de mujeres que siempre llevan la iniciativa y destruyen al incauto que no sabe el terreno que pisa, se desarrolla parte de la trama de ‘Las tres noches de Eva’, una de esas comedias inverosímiles y vertiginosas que saben a poco y en las que una mujer avasalladora vuelve loco a un hombre.

 Aquí el pánfilo en cuestión es Henry Fonda, un rico heredero experto en serpientes que vuelve de la jungla, pero no está preparado para una selva de verdad. Pretende regresar a Connecticut en uno de esos trasatlánticos de gente adinerada que los estafadores camuflados entre el pasaje se disponen a convertir en un pequeño parque temático del timo. Fonda es un bobo de tal categoría que en una partida de bolos él hace de bolo. «Algunos días, mi hijo parece más listo que otros», dice su padre. Ninguno de esos días aparece a lo largo del metraje. Muerde ciegamente la manzana de una Eva representada por una salerosa y embaucadora Barbara Stanwyck que, contra todo pronóstico, se enamora realmente de este tipo ingenuo. Ambos acaban en una de esas mansiones de millonarios locos tan del gusto de la comedia de la época y en la que Preston Sturges aprovecha para hacer una sátira elegante del mundo del dinero en la que los millonarios son presentados como tontos, acaudalados de escaso caudal. Entre caídas, diálogos rápidos y escenas alocadas, una Barbara Stanwyck que entiende la zancadilla como una forma de cortejo, hace lo que toda mujer en Connecticut: sembrar el caos.


                                                                                                                               (Publicado en La Voz de Galicia)

01 agosto, 2013

El irlandés

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 Hay personas que nacen con el don de la risa. Tienen gracia y punto. Cuando Walter Brennan fue a hacer una prueba para participar en su primera película se encontró ante Howard Hawks y resultó gracioso sin querer. «¿Hago la prueba con dentadura o sin ella?», preguntó. «Contratado», respondió Hawks con asombro. En los años siguientes hicieron varias películas juntos. A veces con dientes, otras no. Unas veces con cojera y otras no, pero siempre con gracia.

 Brendan Gleeson interpreta al protagonista de 'El irlandés', un agente de policía muy poco convencional que no respeta a sus superiores. Quizá porque son sus inferiores. En una de las escenas más estrafalarias de la película, Gleeson encuentra un antiguo alijo de armas del IRA y se cita en un aparcamiento con un agente secreto británico para entregarlas. Al comprobar que faltan un AK-47 y varias pistolas, el agente le pregunta al respecto, mientras el policía, contrariado, suelta un prodigio de frase: «Se las comerían los ratones». Y lo dice en serio. Es su versión del hallazgo dental de Walter Brennan. Parecer tonto es su forma de ser listo. Utiliza el humor negro como trinchera. Su manera de entender el oficio como un ejercicio de demolición de lo políticamente correcto no tiene desperdicio. Faltón, putero, aficionado a la droga, a la bebida, al estropicio y, pese a todo, poseedor de un defecto incompatible con el negocio del orden público: ser honrado. Cree en las explicaciones sencillas y los métodos expeditivos. Justo la persona que uno querría a su lado en caso de participar en una reyerta como la que ocurre al final de la película: un desembarco de cocaína muy parecido al duelo en el OK Corral.

 Los personajes de esta historia, un racimo de bobos iluminados que parecen sacados de las películas de los hermanos Coen y unos narcotraficantes que leen a Nietzsche, se percatan demasiado tarde de que tenía razón Sam Jaffe en 'La jungla de asfalto' cuando dijo: «Nunca te fíes de un policía, cuando menos te lo esperas se pone de parte de la ley». Brendan Gleeson siempre está de parte de la ley, pero solo en lo importante.


                                                                                                                                   (Publicado en La Voz de Galicia)