01 mayo, 2013

La princesa prometida

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 Un cuento de aventuras que valore su autoestima debe incluir combates, venganzas, fugas, milagros, persecuciones y, sobre todo, un ingrediente esencial: el amor verdadero, que así pronunciado le llena a uno la boca de mayúsculas. Se disculpa la simpleza de los personajes y la exageración a cambio de la imaginación, el entretenimiento y las frases rimbombantes del tipo: «Me llamo Íñigo Montoya, tú mataste a mi padre, prepárate a morir». Esta sentencia, de éxito arrollador en los años 80, se convirtió en el eslogan involuntario de esta película, protagonizada por un gigante tonto y noble, un espadachín español con cuentas pendientes, el invencible pirata Roberts y, por supuesto, una dama: la princesa prometida.

 Rob Reiner dirige con gran acierto una película en la que el verdadero cocinero es William Goldman, uno de los guionistas más prestigiosos de la actualidad, que aquí adapta su propia novela. Con ecos de "Los tres mosqueteros" o la Sherezade de "Las mil y una noches", Goldman construye un relato de castillos y esgrima, en el que héroe, que transita por lugares —los acantilados de la locura, la fosa de la desesperación— que bien podrían ubicarse en una novela de Michael Ende, se ve sometido a pruebas y acertijos como un Ulises cualquiera. La princesa prometida nos da liebre por gato, con una progresión narrativa imparable y unos diálogos ágiles e ingeniosos. Su envoltorio de cuento ligero oculta su verdadera intención: hacer un elogio de la lectura.

 Al inicio de la película, un abuelo visita a su nieto enfermo. Lleva en la mano un objeto revolucionario: un libro. Este objeto, en principio despreciado en favor de los videojuegos o la televisión, poco a poco va desplegando su magia hasta hechizar a su víctima. Primero atrapa su atención. Luego crece el deseo de saber qué ocurrirá a continuación, un ansia que no desaparecerá hasta el desenlace, que le dejará el sabor de una sonrisa cómplice prolongada en la memoria. Los buenos narradores saben que el recuerdo de un libro es más poderoso que el libro en sí. Por eso la sonrisa vuelve cada vez que alguien pronuncia de nuevo la fórmula mágica: «Me llamo Iñigo Montoya…».


                                                                                                                                      (Publicado en La Voz de Galicia)

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