29 noviembre, 2012

Al servicio de las damas

 En los años 30, el género de la comedia todavía estaba considerado un arte mayor. Quizá mayúsculo. Muchas de estas películas han llegado hasta nuestros días con la frescura de una trucha de arroyo de montaña. Su vigencia y su modernidad, vistas con el ojo vago de hoy, son asombrosas. Una muestra: Al servicio de las damas. Gregory La Cava. 1936.

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 Los títulos de crédito iniciales muestran los nombres del reparto escritos en las casas de los millonarios de la Quinta Avenida. La cámara hace una panorámica hacia la derecha y vemos el East River de Nueva York, la zona donde están los mendigos. Este plano resume el objetivo de la película: unir el conflicto social de la Gran Depresión y la alta comedia. Viajar del oropel de los pudientes a los basureros de la ciudad mediante un vehículo: la sátira.

 William Powell interpreta a Godfrey, un indigente de un vertedero que encuentra trabajo como mayordomo en una casa de ricos caprichosos. La familia está formada por una madre que nunca para de hablar pero es incapaz de decir algo. Como se aburre mucho tiene un protegido, Carlo, un paniaguado que ejerce de payaso imitador de chimpancés. Una de las dos hijas es malvada, la otra es simplemente idiota. Tienen extrañas manías como desmayarse a conveniencia o meter caballos vivos en la biblioteca. Su padre se limita a padecer a todos esparciendo réplicas y diálogos cáusticos a velocidad de ametralladora. La llegada de Godfrey con su sorna señorial los va cambiando a todos poco a poco.

 Gregory La Cava dirige esta película que habla sobre el éxito y el fracaso. Con un humor cercano al absurdo y una tendencia al disparate fino digna de Miguel Mihura, Edgar Neville o Jardiel Poncela, en sus filmes somete a los ricos a unos ridículos tan demoledores que funda un nuevo género narrativo, el de los millonarios de manicomio.

 Al parecer, trabajaba con una botella de bourbon metida en el bolsillo de la chaqueta. La Cava fue un pionero en el arte de usar la improvisación como sistema: a menudo reescribía una escena cinco minutos antes de rodarla para conseguir una mayor espontaneidad. Le gustaba escamotear partes del guión a los actores para que ignorasen el final de la historia. Los prefería desconcertados. Era compañero de Lubitsch, Capra, Hawks, McCarey o Preston Sturges, los tipos que convirtieron la comedia en sofisticada al sustituir la carcajada por la sonrisa cómplice y el golpe gracioso o la caída tonta por la frase ingeniosa.

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