26 septiembre, 2012

Scaramouche

 Si existiese un equivalente cinematográfico de La isla del tesoro, la película de hoy estaría entre las candidatas. Es una de esas historias que planta la semilla de la aventura en el corazón de cualquier niño. Scaramouche. George Sidney. 1952. Este es su rótulo inicial: “Nació con el don de la risa, y la intuición de que el mundo estaba loco. Y ese fue todo su patrimonio.”

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 Andre Moreau es testigo de la muerte de su mejor amigo a manos del Marqués de Maynes, la espada más afilada y ensangrentada de Francia. La aristocracia está ocupada acallando los gritos de libertad del pueblo, y para justificar el asesinato utilizan la apoyatura de la palabra traición. Moreau huye y se esconde en una compañía de cómicos ambulantes. Se convierte en Scaramouche, el hombre tras la máscara, y aguarda el momento en el que pueda cumplir su único objetivo: la venganza.

 Stewart Granger protagoniza esta película de duelos a espada entre la niebla del amanecer, ambientada en el comienzo de la revolución francesa. Es uno de esos actores que poseen la sonrisa del aventurero. Con su cinismo y su galanura, interpreta a un rufián dueño de una simpatía contagiosa que no alberga ninguna duda de que el mundo está loco. Comparte carromato con Eleanor Parker, una mujer que no distingue entre temperatura y temperamento. Por algo es una pelirroja con lunar. Explosiva a la hora de ganar y maravillosa a la hora de perder, roba la película de principio a fin. Besa con el sabor de la Metro Goldwyn Mayer. Sus besos son tan espectaculares e irrepetibles que hace que nos preguntemos por qué en el cine actual ya no se ruedan besos de este calibre.

 George Sidney era un experto director de musicales en la Metro y dirige esta película como si de un musical se tratase, disfrazándola de comedia de aventuras y sustituyendo los números musicales por duelos a espada que en realidad son coreografías cuya melodía surge del tintineo de los sables. Con un cuidado exquisito y el oficio del buen narrador, Scaramouche nos ofrece esgrima, cabalgadas, romance, alegría, technicolor y aventura en estado puro. Una obra maestra del arte de entretener que nos pregunta si hoy en día no se hacen películas así porque no se quiere o porque no se sabe y de postre nos regala un homenaje espléndido al teatro de vodevil, un retrato de la tramoya pleno de vitalidad y divertimento. Toda la progresión de la película está diseñada al servicio de su insuperable escena final: el duelo a espada más deslumbrante de la historia del cine.

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