06 noviembre, 2012

Wall-E

 Al parecer, tengo la querencia insistente de mirar hacia atrás por encima del hombro. Un gran porcentaje de las películas o las fotos que pasan por aquí son antiguas y tienen la visión perruna del blanco y negro (gris incluido). Hoy vamos a pasear con una historia recién sacada del horno en el tiempo geológico del cine: Wall-E. Andrew Stanton. 2008. Una película de niños para mayores que le regala un nuevo comienzo a la humanidad. Los cerebros que la han fabricado se guían por un único parámetro: respetar la inteligencia del espectador.

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 El mundo se ha convertido en un desierto de residuos con un único habitante: Wall-E, un pequeño robot. La publicidad, como una cucaracha, también ha sobrevivido. No hay nadie en el planeta, pero continúa su tabarra infinita y su menosprecio a las personas. Por ella nos enteramos de que los humanos se han recluido en una nave espacial a la espera de que la Tierra se vuelva habitable de nuevo. Los robots más emblemáticos de la historia del cine son tan estúpidos que siempre han tenido el anhelo de ser humanos o parecerlo. De tener alma. Wall-E, pariente lejano de R2D2, no busca trascender. Sin embargo, posee dos rasgos que lo convierten en humano sin él saberlo: su afán por acumular objetos que no valen para nada y su profunda soledad.

 Los primeros veinte minutos de la película son un homenaje al cine mudo. Sólo con ruidos, algo de música, gestos y gags, uno se da cuenta de que Wall-E es el genuino heredero de Chaplin (el sombrero o el bastón de Charlot, tienen aquí su equivalente en una bota o un extintor). Mientras prosigue con su afición de construir skylines de basura y disfrutar de musicales antiguos, aterriza EVA, un androide ultramoderno que viene a comprobar si ya existe vida orgánica. Se conocen. Aprenden el lenguaje. Descubren el fuego. Emprenden un viaje en el que le van a dar una segunda oportunidad a la raza humana. Pixar nos cuenta la historia del nuevo origen del hombre. Ofrece una versión inversa de la Biblia en la que el Apocalipsis precede al Génesis. Adelanta la inmundicia en la que se convierte la humanidad en su dependencia de la tecnología venidera: una nave nodriza de seres fofos y atontados, esclavos de un paraíso artificial. Alerta de una falsa modernidad deshumanizadora que utiliza la publicidad como altavoz. Y hace que su pequeño héroe, una chatarra con alma, le gane la batalla a un mundo aséptico y robótico. Mezclando elementos y escenas de Superman, ET, 2001 o La guerra de las galaxias consiguen lo más difícil, la alquimia de la emoción. Usan –y abusan- del mejor efecto especial inventado hasta la fecha: la imaginación.

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