24 febrero, 2017

Umberto D

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 Prueben a pronunciar «los trapos sucios se lavan en casa» con voz catarrosa. No hay duda de que la frase tiene resonancias que remiten a Don Corleone. En realidad, se trata de una máxima de Giulio Andreotti dirigida a Vittorio de Sica después de ver 'Umberto D', uno de los retratos más severos y emocionantes que se hayan rodado nunca acerca de la vejez y la jubilación. Corría el año 1952 y Andreotti era subsecretario del primer ministro. Entre sus competencias se encontraba la supervisión de todo lo relacionado con la cultura y el cine italiano, asuntos que manejaba con el pulso reservado a los grandes prohombres: consiguió prohibir la exportación de las películas que hiciesen un retrato poco favorable de Italia.

 Cuando se estrena 'Umberto D', De Sica está de visita en Hollywood. En una de sus primeras jornadas, Merle Oberon, actriz culta y amable, lo invita a su casa. Organiza un gran recibimiento. Samuel Goldwyn y Judy Garland, junto con la mitad de la aristocracia cinematográfica, están presentes en la fiesta. En un momento dado, Merle Oberon, sabedora de que el director ha venido con una copia de su última obra bajo el brazo, le pregunta si pueden hacer un pase privado. Acaba la proyección. Silencio total. Los invitados se van levantando y De Sica se fija en un tipo pequeño que se queda inmóvil en la butaca con los ojos cerrados. Pasan dos minutos. De Sica se acerca y ve que está llorando. «Ha hecho usted una película extraordinaria», dice. Es Charles Chaplin.

 La humanidad que desprende 'Umberto D' es tan notable que si el Premio Nobel de la Paz no fuese una satisfacción decorativa, De Sica y su otro cerebro, el guionista Cesare Zavattini, serían candidatos. Juntos rodaron 'El limpiabotas' (la infancia en la posguerra), 'Ladrón de bicicletas' (el paro), 'Milagro en Milán' (inclasificable) y 'Umberto D', una visión escuálida de Italia donde la falta de solidaridad, la desesperación y la imposibilidad de vivir una vida digna son atroces. Su autenticidad aterroriza. Aquí no se trafica con sentimentalismos a la hora de narrar cómo la sociedad se olvida de los ancianos: la ausencia de filigrana es total. Y, sin embargo, la mirada con la que nos cuentan que un simple catarro puede ser una desgracia decisiva o cómo la soledad aprieta tanto que hasta la compañía se mendiga, posee una piedad ferozmente conmovedora. La historia de este profesor jubilado abocado a la pobreza vergonzante y su chapliniano perro Flike no debe ser descrita, porque uno corre el riesgo de que se le duerma la mano con adjetivos grandilocuentes; debe ser vista.

09 febrero, 2017

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 Dust Storm, Durango Colony, Mexico, 1994 | Larry Towell.

01 febrero, 2017

El esplendor de los Amberson

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 Orson Welles rueda 'El esplendor de los Amberson' mientras los japoneses bombardean Pearl Harbor. 'Ciudadano Kane' ha causado un gran impacto en Sudamérica y Roosevelt, con Nelson Rockefeller como intermediario, encarga a Welles el rodaje de una película en Brasil con la pretensión de mejorar las relaciones comerciales con sus vecinos. Tiempos de guerra, materias primas y un cineasta ejerciendo de embajador estrafalario: minucias de la política internacional. Welles, por tanto, hace las maletas y se marcha antes de estrenar 'El esplendor de los Amberson'. Para entonces ya había perdido parte de los privilegios con los que aterrizó en Hollywood. Tras incumplir las expectativas económicas con su famoso debut, la RKO le retirará el derecho al montaje final si el pase previo con público de su nueva obra no funciona bien, como de hecho ocurre. La proyección es un desastre y el estudio se hace cargo del montaje. Cuarenta y tres minutos desaparecen. Cuentan que David O. Selznick, al ver la película original, queda tan impresionado que recomienda guardar una copia íntegra en el archivo antes de semejante amputación. Los mercaderes no hacen caso y el metraje cortado es destruido.

 A veces, cuando nos acercamos a un monumento antiguo, en ocasiones apenas un vestigio, solo podemos reconstruir la magnificencia de su pasado con nuestra imaginación. Lo mismo ocurre con 'El esplendor de los Amberson': son las ruinas de un prodigio. Su tercio final ha sido masacrado de tal forma que hay cosas que ni siquiera se entienden, y aun así la película resiste. Se sitúa por encima de las brusquedades y los destrozos gracias a secuencias y hallazgos que figuran entre lo mejor de Welles. La escena del baile, por ejemplo, con todos esos travellings y esa coreografía que nos presenta a los personajes con una cadencia y una fluidez narrativa sobrenaturales, causa asombro. A través de la historia de amor entre Dolores Costello y Joseph Cotten, arruinada por las convenciones sociales y los brotes de arrogancia victoriana, Welles narra el auge y la caída de una gran familia. Su talento a la hora de transformar en imágenes prendidas de nostalgia el paso del tiempo y el desarrollo industrial de un país a finales del siglo XIX, con asuntos que cambiarán la velocidad del mundo como el nacimiento del automóvil, es simplemente formidable. Desde el inicio de la película, la evocadora voz en off de Welles nos avisa: cuanto más rápido viajamos menos tiempo tenemos para todo. No hay que descartar que en eso consista el progreso.