30 octubre, 2016

Sin perdón

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 William Munny vive en una casucha en medio de la nada con sus dos hijos. A su alrededor hay unos cuantos puercos enfermos, un árbol y una tumba fordiana en la que está enterrada su mujer, que contra todo pronóstico consiguió redimir a un asesino de renombre. Como en el cine de Ford, la presencia de alguien ausente cuece la historia a fuego lento. Un día, aparece un jinete en el horizonte que trae una proposición: volver a su antiguo oficio de matar hombres. Unas prostitutas ofrecen mil dólares de recompensa por la muerte de dos tipos que han marcado a cuchilladas la cara de una de ellas. William Munny está viejo, cae del caballo, ya no dispara bien, pero necesita el dinero. Se acerca a la cabaña de un antiguo compañero, Ned Logan, para que se una al grupo y este le espeta: «Si Claudia estuviera viva, no lo harías».

 Comienza así el viaje de unos personajes llenos de pasado y escasos de futuro en el que Clint Eastwood rinde un maravilloso homenaje al western al tiempo que lo desmitifica. Aquí los pistoleros no están idealizados: a través de W. W. Beauchamp, el biógrafo que va saltando de matachín en matachín mientras registra sus fechorías, es decir, su currículum, descubrimos un mundo de falsedades, chapuzas y duelos cochambrosos donde las leyendas se comportan como celebrities. Eastwood rueda una película elegíaca y oscura, como un callejón de cine negro. El protagonista arrastra una mortificación y unos remordimientos aterradores. A lo largo de la narración, el guion nos va ofreciendo briznas de su pasado dejando entrever hasta qué punto el whisky lo convertía en un carnicero implacable, y ese goteo va llenando y llenando el vaso de agua hasta que desborda y convierte el último tramo de 'Sin Perdón' en uno de los finales más explosivos de la historia del cine. La escena de la colina, mientras escucha el relato de la muerte de su amigo Ned apurando trago a trago una botella de whisky tras largos años de abstinencia, es asombrosa. Vemos físicamente cómo se transforma de nuevo en el antiguo William Munny de Missouri, el mismo que dinamitó un tren matando a mujeres y niños y que, según Ned, ha hecho cosas mucho peores. Ha regresado y se dispone a reordenar su reputación. A continuación viene un travelling de resonancias apocalípticas que recorre la calle principal del pueblo bajo una tormenta y que nos muestra cómo han decorado el escaparate del saloon con el cadáver de Ned. Cuando William Munny entra en el bar dispuesto a matar a todos, el espectador solo oye el ruido de una ballena blanca rompiendo las cuadernas de un barco.


                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia)

11 octubre, 2016

Mujeres al borde de un ataque de nervios

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 Quizá sea 'Mujeres al borde de un ataque de nervios' la mejor hora y media que Pedro Almodóvar ha proporcionado al cine español. El ritmo desenfrenado, la frescura y la espontaneidad que dominan los diálogos acercan la película a ese territorio de comedias disparatadas que firmaban Preston Sturges o Howard Hawks a finales de los años treinta. Almodóvar consigue que todos los gags funcionen con una perfección espléndida y que su estilo personal acompañe la historia con más fortuna que en la mayoría de sus obras posteriores. Los rojos de Vicente Minnelli, la importancia de los objetos (teléfonos, tacones, pendientes en forma de cafetera), los homenajes a clásicos del cine ('Johnny Guitar', 'La ventana indiscreta') y su pericia a la hora de escoger y dirigir actrices forman, en este caso, una alquimia perfecta.

 Carmen Maura pastorea con solvencia un reparto en estado de gracia, con Rossy de Palma y Loles León aportando sabrosura y una María Barranco excepcional. Su personaje tiene momentos de puro asombro en los que roza el surrealismo, como cuando entra en el ático de Carmen Maura, ve unos cristales rotos y unas gallinas paseando por la terraza y dice con gran seriedad: «Esto parece cosa de terrorismo». Y luego está Chus Lampreave, recientemente fallecida, una de esas actrices que han pasado la vida disfrazadas de estanquera, de portera cotilla o de beata y que convierten en genial un diálogo mediocre mientras arreglan el dobladillo de un pantalón. Un par de apariciones y tres o cuatro frases le bastan para robar una película y hacerse fuerte en la memoria del espectador. Su famoso parlamento en esta película -«Ya me gustaría a mí mentir, pero eso es lo malo de las testigas de Jehová: que no podemos. Si no, aquí iba a estar yo»- en otra boca no tendría ningún impacto; sin embargo, ese tono de sentencia berlanguiana, el cómo lo dice, convierte a la audiencia en rehén sin esfuerzo aparente. Existe la posibilidad de que Luis Ciges y Chus Lampreave sean los actores con más facilidad de palabra del cine español. Hablan de oído. Ni siquiera necesitan que el texto sea bueno. Ni cabal. Los titubeos de Ciges tienen un mundo propio tan glorioso que, a su lado, las tribulaciones de Hamlet son mera perorata. Ambos poseen la capacidad de transformar en lógica cualquier locura solo con el timbre de su voz y un par de aspavientos. Si leyesen en voz alta la 'Crítica de la razón pura' descubriríamos que el texto de Kant es en realidad una 'screwball comedy'. Resulta imposible adivinar lo que se pierde con la desaparición de gente con una talla de pie tan grande.


                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia)

08 octubre, 2016

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 Refugee campament, Kass region, Sudan | Paolo Pellegrin.