24 septiembre, 2016

Vacaciones en Roma

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 Dalton Trumbo escribe la historia de 'Vacaciones en Roma' sin derecho a firma. Estamos en 1953, en plena caza de brujas, y Trumbo es el favorito de la inquisición. Ian McLellan Hunter le presta su nombre (aunque colabora en el guion final) y le reembolsa el dinero de tapadillo. William Wyler se interesa en el proyecto, pero solo si le dejan rodar en localizaciones auténticas. Filmar en el extranjero todo el metraje era poco habitual, pero finalmente la Paramount acepta, con una condición: deben hacer la película con el dinero que el estudio tiene bloqueado en Italia, es decir, un millón de dólares. Con un presupuesto tan exiguo se renuncia a rodar en color y se hace imposible contratar a las dos grandes estrellas previstas: Elisabeth Taylor y Cary Grant, que de todos modos había renunciado porque el papel femenino poseía más relevancia. Aparece entonces Gregory Peck, con su porte gentil y tímido.

 Hasta el momento tenemos a un escritor proscrito, un amigo tapadera, un director exigente, Roma, por supuesto; a Gregory Peck, y de repente, sin previo aviso, se produce el origen del universo: Audrey Hepburn. Una desconocida. Apenas había trabajado en nada. Al ver las proyecciones diarias del material que iban filmando la gente salía alucinada. La pureza y la inocencia que transmiten el rostro de Hepburn devora el relato con tal intensidad que el propio Peck declara: «Deben poner su nombre junto al mío, encima del título. De lo contrario pareceré un idiota pretencioso».

 Trumbo plantea la historia de una princesa que huye de sus compromisos oficiales y pasa un día imperecedero con un periodista como si se tratase del cuento de la Cenicienta al revés. Cuando suenan las campanadas, la calabaza se convierte en carroza y, claro, ¿quién quiere una carroza cuando tu calabaza es una Vespa y vas montada en su grupa acompañada de Gregory Peck? La película avanza acumulando momentos inolvidables que ya forman parte de la historia del cine, como la escena en la boca de la verdad, la visita de Hepburn a una peluquería o ese beso en el que el periodista se percata de la amargura de una historia de amor sin futuro. Las últimas secuencias, en las que la protagonista muestra cómo ha crecido y cómo ha apurado toda su vida en doce horas, tienen una potencia asombrosa gracias al desengaño y el poso de tristeza que circula por debajo. La princesa nos recuerda que los protocolos existen para proporcionarnos el placer íntimo de romperlos y en su corta escapada de los deberes de Estado nos desliza el mensaje más importante: acuérdate de vivir.


                                                                                   (Publicado en La Voz de Galicia)

19 septiembre, 2016

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'Winter- Apsaroke', 1908 | Edward S. Curtis (1868- 1952)

16 septiembre, 2016

El señor de la guerra

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 Nunca el rostro de Charlton Heston se aproximó tanto a la escultura como en 'El señor de la guerra'. Hacia el final de su carrera el mundo se empeñó en adjetivarlo como un fanático defensor de las armas, un cretino, incluso en su mejor época era considerado más por su presencia física que por sus dotes interpretativas. Sin embargo, si uno se aleja de los púlpitos importantes y se olvida de prejuicios y señuelos, Heston se revela como un actor estupendo. Solo hay que fijarse en cómo utiliza el cuello para echar la cabeza hacia atrás y mirar de arriba hacia abajo, fabricando sus propios contrapicados. Y cómo calla, mira y escucha, deletreando los silencios y mostrando la lucha interior de Chrysagón de la Cruz, el protagonista de 'El señor de la guerra', un caballero que llega al feudo que el duque de Normandía le ha otorgado para protegerlo de los invasores frisios que cruzan el mar para saquear y robar. Tras veinte años de batallas, cansado y sin ilusión, se hace cargo de sus dominios: una zona costera de pantanos con un torreón en el confín de una marisma y unos siervos que son en realidad míseros aldeanos. Heston se presenta en este rincón perdido con el talante crepuscular del que llega para esperar plácidamente la pala del enterrador y en el tiempo de descuento surge el imprevisto: se enamora de Bronwyn, una lugareña destinada a otro.

 Si uno quiere aprender por qué las miradas tienen una importancia decisiva a la hora de narrar una película, encontrará aquí el ejemplo perfecto. Este recurso, que Franklin Schaffner maneja con un pulso envidiable, suministra al espectador toneladas de información silenciosa que viaja por debajo del radar y proporciona al relato un músculo y una temperatura soberbias. Antes de aceptar el papel, Heston exigió dos colaboradores que delatan su buen gusto y su instinto a la hora de asumir riesgos: Schaffner, director de televisión semidesconocido hasta entonces, y Russell Metty, el operador de Orson Welles en Hollywood, que hace un trabajo de gran belleza visual, muy alejado de los colores brillantes estilo Metro Goldwyn Mayer y con los rostros de las estrellas bailando sombras y penumbras, asunto que suele atragantar a los jefes de los estudios. En sus memorias, Heston cuenta que en los exteriores rodados en Malibú había un joven que merodeaba continuamente el rodaje. Insistía una y otra vez en que deseaba ver cómo hacían el asedio a la torre. Finalmente, Schaffner le dio permiso. Ese joven se llamaba Steven Spielberg. Probablemente estaba allí porque le interesaba la escultura.


                                                                           (Publicado en La Voz de Galicia)