29 julio, 2016

Cuentos de la luna pálida de agosto

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 Ese minúsculo texto titulado 'Elogio de la sombra' en el que Junichiro Tanizaki describe la forma sutil y exquisita con que los japoneses entienden la luz quizá sirva para explicar el éxito del Tsukimi, una costumbre introducida en Japón en torno al siglo X que enseguida arraigó como tradición. La ceremonia consiste en contemplar la luna del 15 de agosto, al parecer, la más bella del ciclo (atendiendo al calendario lunar de la antigüedad), justo antes del comienzo del otoño. Los habitantes de la casa abren los paneles deslizantes (shōji) que dan al exterior y dejan que el reflejo de la luna penetre en su hogar mientras ellos se sientan y dedican la noche a recitar poemas, escuchar instrumentos musicales y a contar cuentos. La magia y el misterio de esa noche alimentan 'Cuentos de la luna pálida de agosto', una película contemplativa y de ritmo pausado, nunca lenta, que debe disfrutarse con el leve hipnotismo de aquel que observa la luna, es decir, con la cadencia de una ensoñación.

 Kenji Mizoguchi, uno de los tres cineastas que comparte el podio del cine clásico japonés junto a Ozu y Kurosawa, dirige esta acuarela de contornos imprecisos. Su estilo, una mezcla de planos secuencia y movimientos de cámara que generan un extraño reposo dinámico, acuna la historia con suavidad y mano maestra. Mizoguchi era un tipo difícil y pendenciero. Bebedor, mujeriego y de talante dictatorial, llegó a ser expulsado del estudio debido al gran escándalo que se formó cuando una de sus amantes lo apuñaló por la espalda. Cuentan que al quebrar el negocio de su padre, éste vendió a su hija a una casa de geishas, asunto que lo trastornó profundamente y que llenó sus películas de mujeres que sufren el egoísmo de los hombres. La infelicidad femenina y la mujer ocupan un papel fundamental en su cine. Causa sorpresa, por tanto, cómo esta vida nada ejemplar contrasta con la sensibilidad prodigiosa de sus obras.

 Cualquier espectador que vea los 'Cuentos de la luna pálida' quedará asombrado por ese viaje en barca a través de un lago desdibujado por una bruma con la firma de Murnau, por la facilidad con que la cámara nos traslada del mundo real al sobrenatural mediante una panorámica sin corte ni efecto alguno, o por la sencillez narrativa de este relato de fantasmas que habla de la avaricia humana y sus desastrosas consecuencias en un Japón feudal habitado por almas en pena que aman más allá de la muerte y hombres ambiciosos que dan la razón a aquella sentencia de Oscar Wilde: «Cuando los dioses quieren castigarnos, atienden nuestras plegarias».


                                                                            (Publicado en La Voz de Galicia)

23 julio, 2016

El maquinista de La General

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 Buster Keaton representa la ingenuidad en términos absolutos. Una ingenuidad como solo puede entenderla un niño cuyos padres lo incorporan a su espectáculo como la fregona humana, donde asume el papel de un enano que limpia el suelo con su cuerpo y al que pueden lanzar volando repetidamente contra la pared para disfrute del respetable. Aprendió que cuanto más triste era su cara, más sonoras resultaban las carcajadas. Muchos años después, unos productores lo obligaron a reírse. Deseaban adornar con una sonrisa el final feliz de su película. Él creía que era un error. Los espectadores estaban acostumbrados a su rostro severo e inexpresivo y no lo iban a asimilar. El pase previo le dio la razón: la respuesta del público fue un desastre y hubo que cambiar el final. Keaton nunca volvió a reír.

 Si hay algo que define su cine es la ausencia absoluta de sentimentalismo. Jamás se enamora de ciegas ni ayuda a huerfanitos. Todas sus historias giran en torno a un joven atolondrado que sufre todo tipo de calamidades para conquistar o rescatar del peligro a su amada. El mundo es hostil con él y, sin embargo, lo acepta todo, encaja cualquier contrariedad sin resignación o mueca de asombro. Sigue adelante, nada lo detiene. No hay desgracia que no utilice en su favor con tal de conseguir el objetivo que se ha fijado.

 'El maquinista de La General' es un prodigio de inventiva y, posiblemente, la película de acción más difícil, vertiginosa y creativa que se haya rodado nunca. El estilo de Keaton, puramente visual, transmite al espectador la sensación de que se está inventando el cine ante sus ojos. De hecho, es lo que ocurre. Todavía no existía un lenguaje cinematográfico asentado ni unas ideas narrativas claras. El relato transcurre durante los primeros escarceos de la guerra de secesión americana. Keaton interpreta a un ferroviario al que unos espías del Norte le han robado a sus dos novias, la de verdad, y su locomotora (La General), asunto que origina una de las persecuciones más fabulosas de todos los tiempos, en la que el protagonista, poco interesado en la guerra convencional, saca provecho de sus habilidades, que consisten en pelear con la gravedad, acometer acrobacias excepcionales, refutar las leyes más elementales de la física y, simplemente, hacer reír. En una ocasión, un periodista quiso saber si su estilo había tenido herederos. «¿Quizá Jacques Tati?», preguntó. Y Keaton, con la sequedad elocuente del pionero, ofreció una respuesta de concisión fordiana: «No sé... está empeñado en resultar artístico».


                                                                                    (Publicado en La Voz de Galicia)

16 julio, 2016

Veredicto final

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 Sidney Lumet cuenta en su libro 'Making Movies' cómo un actor influyente puede destruir un guión. Los productores barajan nombres para el reparto de 'Veredicto final' cuando una estrella «de las gordas» muestra interés en rodar la película, aunque pone algún reparo: desea verbalizar lo que el espectador debería deducir, es decir, explicar mejor su personaje. La mayor parte de los guionistas saben que la fuerza de una historia suele residir en los huecos elocuentes, aquello que no se narra con palabras y, sin embargo, el público percibe. David Mamet, autor del guión, rehúsa modificar su trabajo. Contratan a una afamada guionista que llena los huecos de palabras mientras se embolsa medio millón de dólares. A continuación, la estrella sugiere trabajar con un tercer escritor. Poco a poco, el peso del argumento se va desplazando a favor del protagonista. La película trata de la redención de un hombre atormentado por su pasado, un abogado alcohólico que ha caído tan bajo en su profesión que se dedica a buscar posibles clientes en los entierros. Nuestra deidad influyente insiste en eliminar los matices desagradables y adornarlo con las características del héroe, ya saben, para que el público pueda «identificarse» con él. Se hicieron cinco versiones del guión. Por supuesto, la estrella nunca llegó a rodar la película. Sidney Lumet exigió filmar la primera versión de Mamet y el papel principal acabó en manos de Paul Newman, que se agarró al personaje con el ímpetu de un caniche que muerde el dobladillo de un pantalón.

 A pesar del vodevil inicial, la nómina de actores de 'Veredicto final' es antológica. Los ojos de Newman compiten con la mirada turbia y el erotismo de iceberg de Charlotte Rampling, que, en los años 40, hubiese abrasado el cine negro con sus ojos de cianuro. James Mason nos regala otro de esos villanos que abanican ironía e interpreta al abogado que defiende a la gestora de un hospital que ha dejado a una mujer en coma. Y luego está Milo O´Shea. Un hallazgo. «Es el tipo con más pinta de corrupto del mundo», dice Lumet. Su personaje, el juez, posee la dulce imparcialidad de una moneda falsa.

 'Veredicto final' es uno de los dramas judiciales más notables del cine americano. Se beneficia de la habitual sobriedad de Lumet en la dirección y, sobre todo, de un guión sólido, lleno de elipsis y silencios, en el que un perdedor pleitea contra el sistema y las instituciones buscando recuperar su dignidad, algo que Robert Redford no supo (o no quiso) ver.


                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

09 julio, 2016

Seven men from now

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 A finales de los años 50, Randolph Scott y Harry Joe Brown produjeron siete relatos del oeste. Estas películas, de presupuesto escuálido y que apenas suelen alcanzar los ochenta minutos, son conocidas hoy en día como los westerns de la serie Ranown, fusión caprichosa entre el nombre del primero y el apellido del segundo. 'Seven men from now' fue la primera de este ciclo y está dirigida, como todas las demás, por Budd Boetticher. «Ni Randolph Scott era John Wayne, ni el solar trasero del estudio Monument Valley», explica Boetticher, cuyo talento a la hora de sacar partido al raquitismo económico es antológico. Nunca pudo fotografiar catedrales de piedra fordianas, solamente dispuso de pedregales y escolleras que parecen obedecer a una ocurrencia volcánica y, sin embargo, qué partido les saca. Sus westerns, rodados en dieciocho días y con una estructura itinerante en la que un pistolero quemado por dentro ejerce de hilo conductor, combinan la energía de un gran narrador con una incontestable humildad y una perfección austera. No se prodiga en ceremoniales, preámbulos ni presentaciones, no hay tiempo, el suyo es un cine sin abrevaderos. Ignoro si sabe lo que es una digresión, aunque todo indica que no.

 Randolph Scott liquida a dos hombres en cuanto desaparecen los créditos iniciales de 'Seven men from now'. Unos bandidos han asesinado a su mujer durante un atraco a un banco y éste ha salido a darles caza. Los ladrones son siete pero después del primer minuto de película, la cuenta atrás se sitúa en cinco. Durante la persecución, el protagonista ayuda a un matrimonio en apuros que viaja en carromato y acaban compartiendo trayecto y peligros. La manera con que Boetticher muestra cómo se va enamorando Gail Russell de un hombre con una muerta pegada posee la compleja sencillez de John Ford. Monta una historia de amor solo sugerida que hierve de contención al tiempo que oscurece la película con un tono escéptico y un extraño clima poético conseguidos gracias a unos elementos tan mínimos que casi se podría calificar a Boetticher de ascético. La escena nocturna bajo una lluvia torrencial en la que Gail Russell se acuesta dentro del carromato y Scott debajo, a la intemperie, al lado de las ruedas, y ambos apagan sus lámparas de aceite a la vez, es un prodigio. Duermen juntos, aunque separados por el suelo del carromato. Nunca unas pocas tablas fueron tan elocuentes. Ellos, en cambio, apenas hablan. Ya se encarga el espectador de pensar todo lo que no se dice.


                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

03 julio, 2016



 'I´m in the mood for love' | Bryan Ferry.

01 julio, 2016

Seducida y abandonada

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 En 1995 el cine celebró su centenario. Además de reportajes y entrevistas, los medios de comunicación publicaron varias listas con las obras más destacadas de estos primeros cien años atendiendo al gusto personal de algunos personajes ilustres como Billy Wilder que, entre sus diez títulos preferidos, incluye 'Seducida y abandonada' de Pietro Germi, director de gran éxito en los años sesenta y en la actualidad casi un desconocido.

 'Seducida y abandonada' retrata la sociedad italiana de posguerra a través del esperpento, un género que basa su eficacia en la inquietud con que el espectador percibe que lo que está viendo, aunque parezca inconcebible, bufo y desquiciado, está más próximo a la realidad que a la exageración. El relato transcurre en una pequeña localidad siciliana en la que Germi ejecuta una prospección en el subsuelo de esas familias antiguas y honorables con mujeres inmaculadas, y muestra, de manera grotesca y asombrosamente divertida, la hipocresía, el puritanismo, la represión y el machismo más delirante. Todos se tensan como la piel del tambor cuando las apariencias o el honor pueden quedar en entredicho.

 Vincenzo Ascalone, padre de familia con un hijo pánfilo y cuatro hijas en edad casadera, sufre la vergüenza de ver cómo una de sus hijas ha perdido la honra con Peppino Califano, quien inicialmente estaba prometido con otra de ellas, mucho más menguada y sin el magnetismo que posee la mancillada Agnese, una Stefania Sandrelli cuyos paseos por el pueblo, con esa forma de andar en silencio (que luego heredará Monica Bellucci), esa cadencia erótica y esa manera pía de ir mirando el suelo, hace que se muevan las placas tectónicas. Cuando el padre descubre el oprobio encierra a Agnese y empieza a maquinar todo tipo de arreglos delirantes para salvar el honor de la familia. Las situaciones estrafalarias que se producen a continuación cargan la película con una munición de personajes excepcionales: un médico con la prosodia de Luis Ciges, la criada que enumera todas sus enfermedades o el sepulturero con dotes de mediador internacional convierten la mentira y el chiste continuo en altas expresiones del comportamiento humano. No resulta difícil imaginar las carcajadas de Billy Wilder con el gag de ese jefe de policía pícaro y escéptico que cada vez que se acerca al mapa de Italia de su despacho, tapa Sicilia con la mano y observa cómo quedaría el país sin esa región. A continuación, suspira.


                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia)