27 abril, 2016

Agente especial

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 Algunas películas existen mejor si uno las ve de madrugada, con ojos enrojecidos, cansancio acumulado y los prejuicios agotados en el ajetreo diurno. 'Agente especial' pertenece a esta categoría de obras con nocturnidad congénita. Parece hecha con insomnio. El argumento es un clásico del género negro. Un policía obsesionado con atrapar al jefe de una banda criminal (Richard Conte) está enamorado de la chica del gánster (Jean Wallace), y a partir de ahí, fatalismo, disparos y un blanco y negro inolvidable. El trabajo de Joseph H. Lewis en esta película de presupuesto mínimo e imaginación máxima posee el sentido directo del cine aprendido en la serie B. Con la misma frescura que Sam Fuller, Phil Karlson o Don Siegel, Lewis resuelve la escasez económica apelando a la velocidad: cuenta la historia con una brusquedad y un nervio narrativo asombrosos. Esa apariencia áspera, a medio terminar, como de desorden preciso, emerge ahora con una modernidad y una solvencia muy por encima de otros títulos, más famosos y mejor acabados, pero rutinarios.

 A su escasez de pretensiones se añade la gran cantidad se soluciones brillantes que aparecen a lo largo del metraje. Cómo le arrancan el audífono al lugarteniente del mafioso para que no escuche su propio ametrallamiento, la proliferación de tomas largas en las que fusilan ocho páginas de guion en un solo plano de cuatro minutos, o ese encuadre, inaudito en el Hollywood de la censura, en el que Richard Conte besa en el cuello a su novia desde atrás y su cabeza va bajando, despacio, hasta que su cabeza desaparece por la parte de abajo de la imagen y la cámara se acerca al turbado rostro de Jean Wallace. La escena no deja lugar a dudas: hay sexo oral (en off) entre los dos personajes. Cuando la película fue revisada en las oficinas del Código Hays, las instalaciones se convirtieron en un esbozo previo de Chernóbil. Lewis fue llamado a capítulo y tomando a los censores como lo que son, unos simples, se desmarcó con una excusa tan ridícula como deslumbrante: «¡Fue el cameraman!». Por absurdo que parezca, logró convencerlos de que aquello era un simple error técnico sin malicia, un malentendido al pactar el encuadre. Para asombro de todos, el plano sobrevivió al montaje final. No se entiende que a Lewis no le dedicasen una estatua ecuestre, está claro que era capaz de afinar un arpa con una mano sin dedos. Resulta obvio que la vida necesita de la improvisación y el atrevimiento de la serie B, para la que él, sin duda, estaba muy cualificado.


                                                                                      (Publicado en La Voz de Galicia)

24 abril, 2016

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 Nápoles, Italia, 1950s | Guido Giannini.

21 abril, 2016

Mientras seamos jóvenes

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 Intentar escapar de tu edad te convierte en párvulo, nos dice 'Mientras seamos jóvenes'. Josh y Cornelia, un matrimonio de mediana edad, ya notan la presencia del contador. Se acercan a la madurez y no consiguen ignorar esa cosa molesta en el rabillo del ojo: la desesperación. Cornelia es productora y Josh se gana la vida como profesor, aunque en realidad es director, lleva diez años centrifugado por un documental al que no para de dar vueltas. Para colmo, su suegro es un documentalista de estatura, con premios y reconocimientos, un triunfador. Al acabar una de sus clases, conoce a un matrimonio que no para de adularlo, tienen 25 años, el chico también hace documentales. Ambas parejas comienzan a salir juntas y los protagonistas empiezan a comportarse como la «gente joven». Ahora circulan en dirección contraria al paso del tiempo. Sus nuevos amigos llevan el diccionario hipster amartillado en el bolsillo. Pronunciaron sus votos en una torre de agua vacía en Harlem, tienen estanterías llenas de vinilos, regalan polaroids firmadas y cuando tienen alguna duda se niegan a buscarla en el móvil. Entrar en Internet sería ir en contra de la pureza. Ahí es nada. ¿Qué puede decir uno cuando se ha casado en el ayuntamiento?

 Noah Baumbach atrapa a unos personajes que convierten toda su vida en un fraude para no sentirse defraudados y filetea sin piedad ese mundo en el que cada vez es más necesario ser un virtuoso en el arte de la impostura. Vivir en el adorno. Hay que reconocerle a Baumbach la soltura y el talento con que revolotea el cine de Woody Allen en esta reflexión sobre el fracaso, las apariencias y la búsqueda de lo auténtico (en caso de existir semejante entidad), al tiempo que dibuja el retrato de un trepa comparable a la dócil protagonista de 'Eva al desnudo'. Josh se percata demasiado tarde de que el chico joven, al que ha tomado como protegido y está ayudando a rodar un documental, lo está utilizando para coger el ascensor a los pisos superiores a través de la reputación de su suegro. Ya no estamos en época de hidalguías. 'Mientras seamos jóvenes' no deja lugar a dudas en su demolición: vivimos en el tiempo del «todo vale», donde la adulación nunca tuvo tantos adeptos y receptores necesitados y el oportunismo ilustrado campa a sus anchas. Resulta especialmente brillante cómo describe la película ese atributo latente que suele permanecer en la oscuridad y que poseen algunas personas amables y de perfil bajo que alcanzan el éxito: son mansamente despiadadas.


                                                                                      (Publicado en La Voz de Galicia)

13 abril, 2016

Del revés

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 De vez en cuando, Pixar ofrece otra de esas proezas visuales que dejan al espectador noqueado, como si chocase con la mandíbula de Charlton Heston. Ya nos habían mostrado la angustia de convertirte en un juguete viejo ('Toy Story'), el origen de la vida a través de un robot oxidado ('Wall-E') que respira y se asombra como Chaplin, y el correr del tiempo a través de un matrimonio de ancianos ('Up') cuya vida pasa ante nosotros en cinco minutos deslumbrantes y demoledores. En esta ocasión, la aventura se titula 'Del revés' y las luminarias de este estudio de animación (en este caso firman Pete Docter y Ronnie del Carmen, pero cuentan con la ayuda del resto de cráneos privilegiados, estoy seguro) van más allá y nos explican cómo funciona el barullo interno que reside dentro de nuestras cabezas. Y lo hacen con elocuencia y profundidad, un ritmo trepidante y un árbitro acreditado: la risa.

 'Del revés' comienza con el nacimiento de Riley, una niña a la que vemos crecer desde un lugar único: su cerebro, una torre de control donde sus cinco emociones básicas, la Alegría, la Tristeza, el Miedo, el Asco y la Ira, toda una macedonia de personajes, manejan o, más bien, improvisan sus reacciones. Así, viendo a Riley desde dentro y desde fuera el guion responde a preguntas universales: ¿Por qué nos enfadamos? ¿De dónde sale la nostalgia? ¿Cómo se activa nuestra voz interior? ¿Y el olvido? ¿Qué mecanismo provoca que algunas imágenes se agarren para siempre? ¿Cómo arraiga la personalidad? En la descripción de ese mundo interior, donde algunos recuerdos desaparecen y otros se convierten en «esenciales» y se ordenan en un almacén de la memoria al que conviene acudir cuando el presente aprieta, hay una lucidez prodigiosa. La obsesión de Alegría, siempre estresada y tensa como una pandereta, es alejar de las manos de una Tristeza dolorosamente cómica estos recuerdos «esenciales». Algo imposible, por supuesto.

 Sobre este columpio en el que se balancean la alegría y la tristeza descansa la gran idea del argumento, tan difícil de sustanciar en imágenes y que Pixar expone con una sencillez que abruma: no es posible la una sin la otra. Ambas se complementan. En nuestra actualidad de felicidades artificiales, recompensas instantáneas y sonrisas impostadas, que una película le diga a los niños -y a los adultos- que estar triste puede ser bueno y, a veces, hasta necesario, se me antoja un brote anarquista.


                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia)

07 abril, 2016

Dejad paso al mañana

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 Cuando Leo McCarey recibe el Oscar al mejor director por 'La pícara puritana' confiesa que los miembros de la academia se han equivocado: su gran trabajo del año no es esa comedia en la que Cary Grant e Irene Dunne presumen de su divorcio arbitrado por un perro, sino otro título, 'Dejad paso al mañana', una reflexión devastadora sobre la familia y el ahogo de hacerte viejo y convertirte en un estorbo que no había tenido ningún éxito.

 Una pareja de ancianos sufre problemas económicos y el banco se queda con su casa. Tras el desahucio, el matrimonio pasa a vivir a cargo de los hijos y el relato comienza a repartir bofetadas en la cara del espectador, que se siente identificado con todo lo que ocurre a continuación mucho más de lo que está dispuesto a reconocer. Los hijos se pelean sin parar e intentan regatear sus responsabilidades transformando a los padres en un paquete de mensajería urgente que se van pasando. Por su parte, los ancianos contribuyen a las pequeñas mezquindades cotidianas aportando dificultades a la convivencia e intromisiones propias del agujero generacional. A medida que los acontecimientos desgastan a los dos protagonistas, la película se carga de una congoja que McCarey rebaja al utilizar un recurso contundente y efectivo, aquel que poseen los grandes observadores: el humor. El sutil balanceo de estos dos elementos, risas y lagrimas, convierte 'Dejad paso al mañana' en extraordinaria.

 McCarey filma con una cámara-testigo siempre apostada en el lugar idóneo, a la distancia perfecta, allí donde el público puede ver lo que ocurre de forma clara e inmejorable, sin efectismos, retórica ni subrayados. Su estilo es invisible. Parece dedicarse a la poda, como Lubitsch, Ford o Hawks. El punto fuerte de McCarey radica en su maestría apabullante a la hora de generar emoción. En este asunto es un traficante prodigioso. Solo hay que echar un vistazo a las escenas de la casa de la abuela Janou en 'Tú y yo' para comprobarlo, o a las dos secuencias que se desarrollan en el comercio de un tendero con el que el anciano protagonista ha trabado amistad.

 En una de ellas entra una mujer con un niño a comprar una revista. El dueño, jocoso, se dirige al niño: «¿Serás bueno con tu madre cuando seas mayor?». El chaval no entiende nada. «Jimmy, contesta al señor», apremia la madre. Y el niño, de forma inocente pero con una ambigüedad primorosa, responde: «¿Qué tengo que decir?».


                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)