29 diciembre, 2015

Atlantic City

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 Burt Lancaster se pasea por 'Atlantic City' con una mirada que va gritando: «El tiempo es irreversible, amigos». Su personaje, Lou Pascal, arrastra la decadencia de 'El Gatopardo' por una ciudad en proceso de demolición, llena de personas a la deriva y corroída por el tiempo, que lo arrasa todo. Ambos son restos de otra época, aquella en la que Bugsy Siegel o Meyer Lansky lucían con esplendor. Lancaster alude continuamente a un pasado de contornos imprecisos intentando aparentar con desesperación que fue un matón importante. Alardea y presume pero esconde que en realidad fue un cobarde sin importancia al que nadie respetaba. Su obsesión por embarrancar en el pasado empaña el relato de melancolía y convierte la película en una reflexión luminosa sobre el fracaso y el autoengaño como último agarradero.

 Lou Pascal es un anciano mantenido. Soporta a su vecina Grace (que adolece del mismo fingimiento que él: «Sigo siendo una mujer importante en la ciudad. Soy la viuda de Cookie Pinza») por unos pocos dólares. Grace vive encerrada en su piso como Gloria Swanson en 'El crepúsculo de los dioses' y maneja un temperamento similar. El día a día de Lou consiste en masajearle los pies, pasear al perro, padecer humillaciones y espiar a su vecina Sally (Susan Sarandon). Todo cambia cuando se ve envuelto en un jaleo de tráfico de drogas. De repente tiene dinero y lo gasta a manos llenas, imitando a los gánsteres del pasado, como si con ello recuperase algo de dignidad. Ahora se siente alguien importante, no solo disimula, y repara su plumaje de pavo real con la intención de conquistar a Susan Sarandon.

 Llegados a este punto, la película saca el microscopio y se concentra en explorar dos rostros: el de Sarandon, claro, con su mirada llena de vida, de curiosidad, dueña de unos ojos con esa cualidad a punto de brincar que heredó de Bette Davis. ¿Y qué decir de Lancaster? El cine se ha agarrado a su cara y nadie almacena como él esa mirada cansada, de vuelta de ningún sitio. Su patetismo es insuperable cuando liquida a dos traficantes y, con la sonrisa del pirata, va diciendo a todo el mundo: «¡Fui yo!», «¡Fui yo!». Por fin consigue ser el personaje que ha fingido toda la vida. 'Atlantic City' fotografía el patetismo a través de cornadas conmovedoras. Para muestra, la escena en que Lancaster le presta veinte dólares al limpiabotas del hotel y éste, con ochenta años y una ternura asombrosa, replica: «Cuando me empiece a ir bien, te los devolveré». Y lo dice en serio.


                                                                               (Publicado en La Voz de Galicia)

26 diciembre, 2015

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 New Guinea, Australasia, 1962 | Romano Cagnoni.

22 diciembre, 2015

Primavera tardía

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 Uno ve un encuadre de Yasujiro Ozu y le asalta la sensación de que no existe un lugar mejor para colocar la cámara ni una perspectiva más acertada desde la cual divisar la vida. A través de sus historias domésticas sobre la importancia del hogar, del matrimonio, o de las fricciones entre padres e hijos que viven tiempos diferentes, acaba retratando lo invisible, es decir, asuntos como la fugacidad de la vida o el paso del tiempo. La sensación de humanidad, delicadeza e intimidad que desprenden sus relatos es portentosa. El espectador enseguida se acostumbra a su ritmo parsimonioso, asimila ese tempo distinto y sin percatarse se desentiende de la prisa y las preocupaciones.

 Tan pronto terminan los créditos de inicio, Ozu nos invita a entrar en su casa: un mundo propio gobernado por una manera distinta de vivir, donde la quietud, el sosiego y el silencio devienen en algo esencial. Si los estanques proporcionan serenidad a los jardines japoneses, las películas de Ozu son estanques de la vida.

 'Primavera tardía' es una historia sencilla, y la sencillez me parece la más difícil conquista en cualquier ámbito. Sin embargo, da la sensación (equivocada, estoy seguro) de que Ozu dirige sus películas con la facilidad y el magisterio del que espanta una mosca. El argumento son apenas cuatro líneas. Noriko (Setsuko Hara) vive con su padre viudo y se ocupa de él, pero a ojos de la sociedad ha comenzado a hacerse mayor para seguir soltera. A pesar de que no desea casarse y abandonar a su padre, éste y su tía encuentran un pretendiente e intentan convencerla. Apoyado únicamente en ese dilema, Ozu construye una historia  llena de escenas inolvidables a las que no das importancia hasta tiempo después, cuando te percatas de que la película te sigue trabajando por dentro durante días. Y entonces recuerdas la secuencia del paseo en bicicleta, el viaje a Kioto, o los últimos planos de la película en los que el padre regresa solo de la boda de su hija y entra en su casa, iluminada de forma mínima, como el porche de un personaje derrotado de John Ford. Coge una manzana y, despacio, navaja en mano, la va pelando de forma concéntrica hasta que la piel, en el último momento, se desprende y desaparece. Esta idea, que combina la soledad con una extraña tristeza jubilosa, contiene una depuración y una capacidad de síntesis asombrosa. Ozu podría resumir el fin del mundo con un plano detalle de una cerilla.


                                                                                      (Publicado en La Voz de Galicia)

20 diciembre, 2015

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 Peripherie, 1953 | Robert Häusser (1924- 2013).

17 diciembre, 2015

Trono de sangre

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 En la sociedad feudal que retrata 'Trono de sangre' sobreviven los que matan antes. No tanto por la rapidez (no son pistoleros del Oeste) como por la anticipación. Aquí la supervivencia se basa en predecir los movimientos de tu enemigo y adelantarte, o bien en utilizar la sorpresa, eufemismo que define el recurso estilístico más practicado por los protagonistas: la traición. 'Trono de sangre' ofrece luchas de poder, crimen, brujería y personajes que resuelven pleitos cortando cabezas mucho antes del advenimiento de 'Juego de tronos'. Washizu (Toshiro Mifune) y Miki (Akira Kubo)  acuden al castillo de su señor tras una batalla victoriosa. Ambos comandantes se pierden en un bosque cercano a la fortaleza y encuentran una extraña anciana que les anuncia su futuro: Washizu asesinará a su señor y gobernará durante un breve espacio de tiempo el castillo de las telarañas, que al final terminará en manos del hijo de Miki. Los dos ríen ante semejante predicción pero el augurio consigue su propósito: plantar la semilla de la ambición.

 Corre el tiempo y los designios del espíritu maligno se van cumpliendo. Washizu se convierte en usurpador y asesino gracias a su asesora de confianza principal: su esposa Asaji (Isuzu Yamada). Si el cine negro está lleno de Lady Macbeths, bien se puede decir que Asaji es una mujer fatal. Su forma espléndida de maquinar sin mover un solo músculo de la cara asombraría a cualquier esfinge, solo que ella devora sin acertijo. Hay que ver la perspicacia implacable con que argumenta, combinando la crueldad lógica y elaborada de Maquiavelo y la astucia de Richelieu. La escena en que camina despacio, desaparece absorbida por la oscuridad y vuelve a salir de ella con un tarro de veneno es prodigiosa, uno casi puede oír cómo cruje un iceberg. 'Trono de sangre' es otra muestra del poderío descomunal de Akira Kurosawa a la hora de crear imágenes inolvidables y secuencias de un vigor narrativo apabullante, como la espantada de los cuervos al moverse los árboles del bosque o la muerte de Toshiro Mifune, asaeteado como un san Sebastián del mal. Kurosawa llevaba años intentando adaptar 'Macbeth' al Japón medieval hasta que lo logra en 1957. Obliga a Shakespeare a salir del teatro y lo arrastra por un páramo desolado, entre silbidos de flechas, premoniciones, cabalgadas y una niebla mágica y caprichosa que el director japonés convierte en una coreografía de nubes a ras de suelo.


                                                                                           (Publicado en La Voz de Galicia)

11 diciembre, 2015

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 Mar Ligure, 2005 | Franco Fontana.

09 diciembre, 2015

Escondidos en Brujas

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 Hay que tener mucho cuidado con las vacaciones: son traicioneras. Uno se descuida y, sin previo aviso, acaba relajado y sacando fotos de sus pies en la playa. Un amigo mío se fue de viaje y una noche, completamente borracho, subió al hotel, se equivocó de habitación y se metió en la cama con una mujer que resultó ser su novia, la cual estaba acompañada. Esas son las verdaderas vacaciones, las que se tuercen y se incorporan a la historia oral de tu vida. A quien le resulte imposible conseguir unas vacaciones así, es preferible que las disfrute, con disimulo, durante su jornada laboral. Mucha gente lo hace y la economía sigue siendo competitiva.

 Los protagonistas de 'Escondidos en Brujas', dos asesinos a sueldo, sufren uno de estos retiros vacacionales de triple salto mortal. Escapan de Inglaterra debido a un trabajo fallido y se ocultan en Brujas durante dos semanas esperando que se enfríe el asunto. Viven como turistas. Uno de ellos, Brendan Gleeson, está encantado. Aprovecha para visitar iglesias con reliquias sagradas o ver pinturas flamencas mientras pasea entre canales, fachadas medievales y tañidos de campana en la distancia. Por el contrario, su compañero, un sorprendente Colin Farrell, procura no utilizar el cerebro, le basta con mantenerlo dentro del cráneo. Está harto de todo ese rollo «cultural».«Odio la historia. Solo son cosas que ya han ocurrido», dice. Como si las cosas que ya han pasado no volviesen para darnos collejas una y otra vez. En este sentido, el final de la película, donde vuelve a suceder lo mismo que al inicio, aporta una lección obvia: la historia siempre se repite.

 Los criminales que escribe y dirige Martin McDonagh poseen un parentesco innegable con el cine de los hermanos Coen: matones pardillos, traficantes de armas que te reciben en bata y tienen obsesiones léxicas con palabras como «recoveco», situaciones que se desmadran, y un humor negro explosivo que Brendan Gleeson y Colin Farrell pastorean con una cintura para la comedia imprevista y asombrosa. McDonagh incluso utiliza al compositor habitual de los Coen, Carter Burwell, para las notas de piano, tristes y mínimas, que acompañan a este relato sobre dos sicarios que llevan la culpa y la redención encerrada en la cabeza, de manera que cuando la realidad se pone a contrapelo y la película viaja hacia un juicio final inevitable, ambos conjugan el verbo morir sin dificultad, aunque sea por terminar bien las vacaciones.


                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

04 diciembre, 2015

Laura

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 No hace falta decir que 'Laura' está considerada una de las cumbres del cine negro. Sin embargo, más allá de la fotografía de Joseph LaShelle, magnífica, y de la investigación por la muerte de la protagonista, no encuentro demasiado fundamento para situarla en ese género. La voz en off inicial -«Nunca olvidaré aquel fin de semana en el que murió Laura?»- atrapa al espectador en un relato de naturaleza hipnótica y enseguida queda claro que a Otto Preminger le interesa menos la resolución del asesinato que la creación de un paisaje onírico en el que todo parece a punto de desvanecerse como en un cuadro puntillista, y donde la historia de amor, de «fascinación» más bien, se va apoderando sin remedio de la intriga policial. No es difícil ver en 'Laura' un esbozo previo de 'Vértigo', sin duda, el relato mayúsculo sobre la «fascinación» amorosa. Ambas películas comparten argumento: un detective que se enamora de una muerta.

 Laura no es una obra redonda, aunque posee momentos difíciles de cuantificar, de esos que se agarran a la memoria y, tiempo mediante, se convierten en míticos. Está el cuadro de Laura, por supuesto, omnipresente y cautivador, que parece tener un altavoz oculto del que brota esa música hechizante de David Raksin. Y ese beso leve y fugaz en una época en la que estas situaciones, con un detective en cuerpo presente, se resolvían con besos como disparos.

 Waldo Lydecker, el crítico de arte, tan temido como influyente, y que recibe a sus invitados escribiendo a máquina en una bañera con el tamaño de una terma romana, es otro gran acierto de la película. Su oratoria es un compendio de impertinencias y diálogos brillantes, que derrama en unas columnas periodísticas capaces de destruir la carrera de cualquiera a base de endecasílabos mojados en veneno. Clifton Webb interpreta a este personaje con la petulancia exquisita del que cree haber inventado el presente de indicativo. Y luego está Gene Tierney y su secuencia del interrogatorio, en la que encienden un par de lámparas cegadoras y su cara refulge.

 Tierney pertenece a esa estirpe de actrices con un esqueleto afortunado a las que ponen un foco y sus caras recogen la luz y la convierten en otra cosa. Como Ingrid Bergman en 'Casablanca' o Ava Gardner en 'Forajidos'. Laura es un extravío dentro del cine negro, una pieza singular llena de elegancia y estilo que muestra una forma de hacer cine ya desaparecida.


                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)