29 octubre, 2015

Las noches de Cabiria

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 Haber nacido sin maldad, como la protagonista de 'Las noches de Cabiria', no es más que otra forma de estar impedido. Cabiria ejerce de prostituta en el barrio más pobre de Roma y ha venido al mundo sin armas para la vida. No posee máscaras ni dobleces que la protejan del maltrato de los hombres que se aprovechan de ella. A veces se enfada y grita, pero es el aspaviento del ingenuo: todos olfatean su candidez a kilómetros de distancia. Tal es su deseo de agradar que, como ocurre a menudo con este tipo de personas, solo recibe el cariño de la mascota. Y no alcanza.

 Ennio Flaiano y Tullio Pinelli arman un guion soberbio en el que van enterrando tesoros que describen con imágenes (no precisan de la palabra) a un personaje inolvidable. Son Azconas. Cuando Cabiria se percata, al inicio de la película, de que ha estado a punto de morir y necesita sentir algo vivo, en su desesperación se abraza a una gallina. Hay tal inocencia en todos sus gestos que el espectador no puede evitar sentirse turbado al ver cómo, secuencia tras secuencia, el argumento va dando navajazos a la pureza.

 'Las noches de Cabiria' ya contiene el abecedario de Fellini: su afición al esperpento, la noche de Roma como un espectáculo de circo, el retrato de las clases pudientes como zombies vacíos, el teatro, la religión o los cómicos ambulantes. Prefiero al primer Fellini, antes de que su ego tuviese el tamaño de sus decorados, cuando su cine estaba lleno de oprimidos, parásitos, inútiles, delincuentes, humillados, y era capaz de generar una alegría desbordante al mostrar a una pequeña prostituta agarrada a sus ilusiones, corriendo por un descampado de la periferia. 'Las noches de Cabiria' y 'La strada' me maravillan. Ambas están protagonizadas por la misma actriz: Giulietta Masina. Cada vez que aparece un primer plano de Cabiria, su rostro anuncia que posee en exclusiva el patrimonio de la tristeza. Su interpretación es un movimiento sísmico de baja intensidad y larga duración, sobre todo en el recuerdo. No solo impide que la película caiga por el barranco de lo melodramático, sino que pone la pantalla a hervir con la humanidad que transmite su personaje, su soledad y su ansia por cambiar de vida. «Nunca he dormido bajo un puente. Vivo en una casa con luz, agua y otras comodidades... tengo hasta termómetro». Su ternura, su capacidad para conmover y, sobre todo, su mirada, recuerdan a uno de esos dioses de la antigüedad: Charles Chaplin.


                                                                                     (Publicado en La Voz de Galicia)

22 octubre, 2015

Nightcrawler

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 'Nightcrawler' dibuja el tiempo de depredadores en que se ha convertido nuestra actualidad. Su protagonista, Lou Bloom (Jake Gyllenhaal), trabaja como reportero nocturno para los canales de televisión locales. Tiene intervenida la emisora de la policía para llegar a los lugares del suceso (crímenes, accidentes, tiroteos) cuando la sangre todavía chorrea y graba los despojos, que luego se apresura a vender. Aquí la rapidez es fundamental. En nuestro mundo de redes sociales, acontecimientos al instante y directos prolongados hasta parecer diferidos, las noticias se precisan más ásperas, más en plano detalle y, por supuesto, para ayer.

 Bloom, por tanto, pasea su jeta de pez abisal por la nocturnidad de Los Ángeles rastreando desgracias como Weegee, aquel fotógrafo que retrató durante décadas las noches de Nueva York y al que el tiempo le ha cambiado la identidad: despreciado en su momento por alimaña, ahora es considerado un gran documentalista de aquella época. Pero Lou Bloom es ambicioso y no solo documenta, llega mucho más lejos en sus compra-ventas sangrientas: retoca las situaciones, mueve los cadáveres de sitio e incluso provoca homicidios. Su ansia por medrar recuerda al personaje principal de '¿Por qué corre Sammy?', la deliciosa novela de Budd Schulberg sobre la escasez de escrúpulos de la gente aficionada a autopropulsarse.

 Además de ofrecer el retrato de un monstruo con una precisión y una puesta en escena espléndidas, la película tiene parentescos de familia adinerada: posee el sonambulismo alucinatorio y la soledad asfixiante de 'Taxi Driver' y describe el mundo televisivo con la misma saña que 'Network', aquella película de Sidney Lumet que aireaba las vísceras del electrodoméstico y mostraba el desenfreno de los medios de comunicación y de las personas para las que audiencia rima con supervivencia. La directora de programación (Rene Russo) habla con claridad al protagonista para explicarle lo que busca: «Para que entiendas la esencia de lo que emitimos debes imaginar nuestro telediario como una mujer corriendo por la calle con el cuello rajado». Al igual que en 'Network', todo parece un poco desquiciado o quizá un tanto distorsionado, pero la eficacia del relato golpea como una bola de demolición. Cualquier espectador adivina que detrás del latiguillo que utilizan los presentadores de informativos -«las imágenes que vienen a continuación pueden herir su sensibilidad»- no hay una advertencia. Hay un reclamo.


                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

14 octubre, 2015

El luchador

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 Nadie recuerda ya a Walter Hill. A pesar de pertenecer a la misma generación de guionistas que desbrozaron el cine americano de los 70 (Lawrence Kasdan, John Milius, Robert Benton, Paul Schrader, Robert Towne) y trabajar para John Huston o Sam Peckinpah, Hill no obtuvo el mismo aprecio por parte de la crítica. Las dos primeras películas que dirigió ('El luchador' y 'The Driver') asombraron por su puesta en escena sobria y despojada, casi abstracta, su pulso narrativo y su nula admiración por la retórica. No hay discursos ni moralejas en sus películas. «... en esta industria uno no hace necesariamente lo que quiere hacer, sino lo que le financian. Y yo suelo ir donde me lleva mi trabajo». Así, la carrera de Hill fue acumulando películas irregulares y, poco a poco, diluyéndose y desapareciendo de las marquesinas.

 Tampoco recuerda nadie a Charles Bronson, aquel tipo que fue a por su rostro a una cantera de pizarra y que suplía su parquedad interpretativa con una mirada que llena cualquier encuadre. A veces actuar es saber mirar. Ninguneado siempre por los entendidos, Bronson dejó un puñado de películas soberbias, entre ellas, 'El luchador'. Su personaje, Chaney, es hombre de pocas palabras. Y todas cortas. Solo sabemos su nombre y que ya tiene cierta edad. Un veterano. Al inicio del relato, llega de polizón en uno de esos trenes que atravesaban la Gran Depresión -la película tiene algo de 'El emperador del Norte' y de Aldrich- y sobrevive entre el lumpen de las peleas callejeras de Nueva Orleáns luchando a puño desnudo. «¿Qué se siente cuando se tumba a alguien?», le preguntan. «Se siente uno mejor que el que ha perdido». Chaney es una maravilla del pragmatismo.

 Resulta evidente que a Walter Hill le encantan el boxeo, el cine negro y los westerns. El protagonista es en realidad como un pistolero errante, sin raíces ni compromisos, y se conduce con el mismo silencio de samurai que posee Alain Delon en 'El silencio de un hombre'. La ambientación y los escenarios de la película son formidables, y los colores parecen salidos de 'El golpe'. Ambas películas retratan la Gran Depresión en dos estornudos y luego van a lo suyo, en el caso de 'El luchador' se trata de un elogio del profesional sin nada que demostrar, sin postureo ni vanidad, y al que el mafioso local, tras perder una gran cantidad de dinero en la última pelea, le reconoce su oficio: «Amigo Chaney, ha sido un placer verte trabajar». Algo que nadie le dijo nunca, probablemente, a Charles Bronson.


                                                                                         (Publicado en La Voz de Galicia)                                                                                      

07 octubre, 2015

Winchester 73

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 Amanece en la pradera y dos hombres están sentados en torno a un pequeño fuego. Toman café en una de esas tazas de hojalata y al levantarse arrojan el fondo del pocillo a la hoguera, que produce un sonido siseante. Montan a caballo y se alejan en plano general. Esta escena, punto cardinal del cine del oeste, sitúa a cualquier espectador, le dice el territorio que pisa. Hay westerns nodriza como 'Winchester 73' que, además de tomar café, crean una mitología al peinar todas las señales de tráfico del género: la diligencia, el saloon, el sheriff mítico, un atraco a un banco, escaramuzas con los indios, persecuciones de carromatos y, claro, el duelo final.

 El hilo argumental del relato es el Winchester 73, un rifle codiciado por todos («uno entre mil», dicen) que va cambiando de dueño mientras hilvana las distintas historias del argumento hasta caer en las manos adecuadas, es decir, las del hombre para el que el rifle parece estar destinado. Ese hombre es James Stewart, que abandona la pose pazguata y amable de sus comedias para convertirse en un tipo oscuro, atormentado y neurótico. Stewart lleva la venganza encerrada en la cabeza y persigue sin tregua al asesino de su padre, solo que el asesino es su hermano. Pocas veces en el cine las armas han tenido tal fisicidad: cómo las agarran, como apoyan la culata de un rifle en la cara, cómo saltan los casquillos y cómo es esa secuencia en la que los dos hermanos se encuentran de improviso en Dodge City y ambos echan la mano al cinto sin percatarse de que no tienen el revólver porque han dejado las armas a la entrada del pueblo, en la oficina del sheriff.

 'Winchester 73' fue el primero de los cinco westerns que James Stewart rodó en los años 50 con Anthony Mann, un director de estilo conciso, directo, con la claridad narrativa y la potencia visual de los cineastas verdaderamente grandes. Los personajes de Mann siempre tienen heridas del pasado sin cicatrizar y un futuro dudoso, prefieren actuar a pensar y sufren dramas claustrofóbicos en espacios abiertos. Esto es quizá lo más llamativo del talento de Anthony Mann: su manera de integrar la naturaleza en la historia. En sus películas, más que encuadrar, se enmarca. Y siempre a la distancia justa, nunca con la cámara tan lejos que el paisaje se vuelva decorativo u ornamental, ni tan cerca como para que se diluya y pierda presencia. A Anthony Mann le das una montaña, un río, unas cuantas rocas y monta una tragedia griega de belleza mineral.


                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

04 octubre, 2015

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 Manhattan Bridge and Brooklyn Bridge in the fog, New York,1986 | Ferdinando Scianna.

01 octubre, 2015

The Set-Up

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 Robert Wise fue montador antes que director. No es de extrañar por tanto que 'The Set-Up' sea un compendio de concisión, aspereza, economía de medios y ritmo imparable. Setenta y dos minutos de brío narrativo que escarban el mundo del boxeo y sus callejones sin salida como ninguna otra película que haya visto. En la actualidad el boxeo se entiende como una farsa donde el amaño no solo afecta a la pelea sino que abarca cualquier alrededor rentable. Así, todo el mundo se presta al engaño, que incluye el entusiasmo inicial («el combate del siglo») y la decepción final por la habitual baja intensidad del espectáculo. Basta con desquiciar las expectativas a todo el asunto (publicidad, negocios fronterizos, dinero de las televisiones, estadísticas) para convertir el show en lo pretendido: un prodigio económico. En 'The Set-Up', cuya traducción exacta sería 'El tongo', no hay grandes bolsas, como mucho, cubos en la esquina del ring. La película explora los prolegómenos, el vestuario, el público de la grada y, finalmente, la pelea, con la saña de un golpe bajo.

 Un veterano boxeador (Robert Ryan) ignora que su mánager ha vendido el combate a un mafioso local y entra en el vestuario con la ingenuidad del que siempre cree estar a un golpe de la gloria, solo que para él la lona queda más cerca. Comparte este cuchitril con otros cinco boxeadores que aguardan ser llamados para pelear. Las secuencias que tienen lugar en este galpón, cuya puerta está rubricada con los nombres de los seis púgiles escritos con tiza, son asombrosas. Aquí no hay grandes campeones, solo tipos sonados que una vez tuvieron una pelea que aún dura, jóvenes promesas, despojos de otros tiempos que ahora habitan la cuneta, luchadores cobardes cansados de arrastrar la oreja por el suelo del cuadrilátero pero sabedores de que el mejor remedio para el espanto es la pobreza, y Robert Ryan, con la tristeza del animal de circo en los ojos. La muchedumbre que acude a estas veladas de polideportivo de barrio está retratada con un tono cercano al cine de terror. El ciego a quien van contándole los pormenores del combate -uno de esos ciegos crueles que tanto le gustaba introducir en sus películas a Buñuel- es un hallazgo formidable. Y luego está la pelea, claro, en la que Robert Ryan se agarra a su dignidad con desesperación y aliento poético mientras de contrabando, por las grietas de la película, el relato respira cine negro.


                                                                                          (Publicado en La Voz de Galicia)