26 septiembre, 2015

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 Un inmigrante come fideos en una escalera de incendios, Nueva York, 1998 | Chien-Chi Chang.

23 septiembre, 2015

Anatomía de un asesinato

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 El director austríaco Otto Preminger fue el primero en rescatar de la clandestinidad a un guionista de la lista negra. Se enfrentó a los estudios hasta que consiguió que el nombre de Dalton Trumbo figurase en los créditos de 'Éxodo', devolviéndole el derecho a firma y dando carpetazo de paso a la caza de brujas. Preminger tenía reputación de productor de éxito más que de cineasta. Cuesta creerlo cuando uno ve que es el tipo que dirigió 'Laura', 'Angel Face' o 'Anatomía de un asesinato', probablemente el relato más preciso, matemático y divertido del cine judicial. Con la sutileza del carterista, 'Anatomía de un asesinato' despoja al espectador de su fe en el sistema al mostrar una visión de la ley escéptica e imperfecta, que vive más del aparataje y del proceso que de administrar verdadera justicia.

 El primer acto de cincuenta minutos es un prodigio de fluidez narrativa que presenta a los personajes y nos pone en situación. Un teniente del ejército (Ben Gazzara) es encarcelado por matar al hombre que violó a su esposa (Lee Remick), una mujer ambigua y ronroneante, enroscada como un tirabuzón y parapetada tras unas gafas de sol que parecen compradas en una de esas tiendas donde las mujeres fatales se acercan a empeñar el atrezzo. La defensa del acusado es asumida por un antiguo fiscal (James Stewart), cuyos únicos propósitos en la vida son pescar, escuchar jazz y pasar la noche de los sábados bebiendo y leyendo jurisprudencia con su mejor amigo, un abogado alcohólico y derrotado (Arthur O´Connell) que se dispondrá a dejar la bebida para ayudar en el caso. Este pequeño grupo de juristas de élite cuenta también con la ayuda de una maravillosa secretaria (Eve Arden), que maneja tal desparpajo y socarronería que parece habitar una película de Billy Wilder. Es comprensible. Debe de ser fácil confundirse de director austríaco.

 El segundo segmento de la película se ocupa del juicio, en el que James Stewart madruga al ministerio fiscal y convierte la sala en un teatro dominado por un trapisondista cuya exhibición de zalamerías, trucos y escaramuzas dialécticas causa asombro. Convierte el juicio en una farándula. Stewart se adueña del escenario como Sinatra con un vaso de bourbon en la mano, cortejando con sus baladas y abriéndose paso entre mujeres desmayadas con tal de cautivar a su público, en este caso, el jurado.


                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia)

17 septiembre, 2015

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 Campanario frente al Zempoaltépetl, Oaxaca, c. 1955 | Juan Rulfo (1917- 1986).

15 septiembre, 2015

Aguas tranquilas

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 Hay algo en el crepitar de una hoguera que invita al silencio, como si la naturaleza nos recordase que le debemos una actitud humilde. Cualquiera que haya visto a un anciano taciturno, recogido en torno al fuego y mirándolo ensimismado, entiende de qué hablo. Ese misterio primitivo, ancestral, es perfectamente reconocible en 'Aguas tranquilas', una película diminuta e inmensa, apoyada en la sencillez, con gente capaz de entender lo que murmura el viento o el agua, y cuya apuesta, antigua y olvidada en numerosas geografías, es clara: la vida consiste en dejarse acunar por la naturaleza. Cañaverales mecidos por un soplido ondulante, música de cigarras, el sonido del mar -omnipresente en la isla de Amami, donde se rodó este relato- o la brisa en la cara que los dos protagonistas reciben en sus paseos a lomos de una bicicleta, con la misma alegría desenfadada y ligera que poseían los personajes de Truffaut cada vez que echaban a correr (en 'Jules y Jim', por ejemplo), explican sin palabras la historia de esta pareja de estudiantes: Kaito y Kyoko.

 La forma con que Naomi Kawase penetra en territorios tan desbrozados y repetidos como el despertar del amor, el tránsito de la infancia a la madurez o de la vida a la muerte -y estos asuntos aparecen como nuevos ante nuestros ojos, convertidos en algo fresco, distinto-, nos confirma la mirada afilada y la lucidez que atesora esta directora japonesa tan próxima al documental. La escena del fallecimiento de la madre de uno de los chicos te deja con la sensación de que nadie le había hecho una foto a la muerte desde ese ángulo. Captura ese momento de sentimientos en los que no reconoces un diseño previo con una alegría sosegada y la levedad de un hasta luego. Cuenta algo que nunca se había contado así.

 Kawase presenta una isla de tempo lento, escaso frenesí, y poco sometida a los tiempos de la gente de tierra firme, con su «prohibido perder tiempo» y sus leyes de la rentabilidad. Afortunadamente, todavía quedan cineastas que expropian empedrado narrativo y malabarismos estilísticos y construyen armonía. Bandoleros que aún se atreven a sustituir la acción por la inercia.


                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

09 septiembre, 2015

The trip to Italy

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 'The Trip to Italy' posee la alegría de un jersey puesto al revés. Utiliza, por tanto, la complicidad como abrevadero. La película es una secuela de 'The Trip', ambas dirigidas por Michael Winterbottom, y repite el mismo planteamiento: Steve Coogan y Rob Brydon, dos comediantes interpretándose a sí mismos, viajan por Italia con la excusa de elaborar varios artículos culinarios para 'The Observer', que corre con los gastos. Comen en restaurantes exquisitos, se alojan en pequeños hoteles exclusivos y conducen un Mini Cooper con el que recorren el Piamonte, San Fruttuoso o la costa Amalfitana. Navegan en velero hasta el Golfo de los Poetas, donde nadaba Byron, se acercan a Pompeya para ver las personas agonizantes esculpidas por el Vesubio, convertidas en estatuas de ceniza solidificada.

 Paisajes asombrosos, bustos sin nariz, atardeceres de la antigüedad, copas de vino a la caída de la tarde con banda sonora de golondrinas, todo parece tan eterno que enseguida comprendes que lo único fugaz eres tú. Y aquí viene lo mejor: Winterbottom no se pone estupendo. Su paseo por Italia se sacude la trascendencia como un perro al salir del agua y apuesta por el humor como si ese célebre aforismo de «que la vida iba en serio lo descubres más tarde» fuese material de desguace. Hace caso a Billy Wilder, al que disgustaba que no lo tomasen en serio, pero aún más que lo tomasen demasiado en serio, y mete a sus dos protagonistas en un coche minúsculo en el que suena un disco de Alanis Morissette de 1995.

 Steve Coogan y Rob Brydon se manejan por la vida como si fuese una comedia y consiguen lo más difícil: la gracia de la ligereza, el arte de provocar que lo que estamos viendo parezca una ocurrencia repentina, una improvisación. Sus combates por ver quién imita mejor a Pacino, Michael Caine, Hugh Grant o Gore Vidal eclipsan cualquier degustación y ponen de manifiesto su forma de entender la realidad como una sucesión de carcajadas. Winterbottom explica el vivir picoteando entre la poesía, la pintura, la literatura, la risa o las películas, que al fin y al cabo son adoquines de la vida, y convierte la ruta gastronómica en una ruta subterránea por la historia del cine, donde nos dice que las películas y los viajes son como los paréntesis al escribir, sirven para poner perspectiva, añadir contexto, pero inevitablemente se cierran.


                                                                                          (Publicado en La Voz de Galicia)

04 septiembre, 2015

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 The Galician Milkmaid, 1925 | Ruth Matilda Anderson (1893- 1983).

02 septiembre, 2015

Los pájaros

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 'Los pájaros' es una pura fantasía vanguardista, una conjetura, o, para ser más preciso, una especulación. Y no hay nada más moderno que la especulación. Eso lo sabemos todos. No voy a disparar con fogueo relatando el argumento, de sobras conocido. Sería como decir que 'La Gioconda' es un retrato de mujer, 'El Quijote' una road movie, o el Guggenheim... lo que quiera que sea. Solo diré que el comienzo es una maravilla: Tippi Hedren cruza una avenida, entra en una pajarería y, confusión mediante, termina flirteando con Rod Taylor, que posee la altura de Cary Grant pero solo en centímetros. Es justo reconocer que sin la mediocridad de Taylor la película no habría funcionado. Si aparece Cary Grant, con su bronceado de productor y su traje de James Bond prematuro, los pájaros se quedarían ensimismados con su elegancia: no atacarían. Toda la escena inicial posee una elegancia y una sofisticación extremas, además de unos diálogos llenos de sobreentendidos, con la gracia, el colmillo y la finura de aquellos parlamentos de la 'screwball comedy'.

 A continuación, Hitchcock traslada a la protagonista al campo, a Bodega Bay (allí vive Taylor), y aprovecha para enseñarnos los paisajes y las casas en la colina de Edward Hopper, y presentarnos un pueblo idílico en apariencia. Por supuesto, Hitchcock enseguida escarba en lo inquietante de las escenas cotidianas, lanza al espectador una de sus madres obsesivas, revoluciona las aves y crea una paradoja: los pájaros vigilan el exterior y los humanos permanecen encerrados dentro de las casas, es decir, en jaulas. La comedia del inicio, poco a poco, deriva hacia el terror abstracto, como esas pinturas realistas de Andrew Wyeth en las que a pesar de su hechura convencional existe una dimensión extraña, casi poética, en las que uno no encuentra agarraderas interpretativas.

 ¿Por qué atacan los pájaros? Hoy vivimos con la extraña necesidad de responder a todas las preguntas, sobre todo de forma cutánea, pintando las puertas solo por fuera. Hitchcock nos escamotea toda respuesta de forma original: dando demasiadas, sobreinformándonos. La escena del restaurante en la que los parroquianos arrojan todo tipo de teorías apocalípticas, conspirativas u ornitológicas es un ejemplo magistral de nuestra caza diaria de porqués complacientes. Todos hablan, todos hacen ruido y nadie entiende nada. Ya ven. Hitchcock inauguró el espacio tertuliano en el que nada se resuelve. Quizá los pájaros atacan para poner de relieve nuestra estupidez.


                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)