31 marzo, 2015

Perdición

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 Billy Wilder se encontró con que nadie quería interpretar los personajes amorales que protagonizan ‘Perdición’ y tardó más de lo previsto en dar con esa esposa aburrida y codiciosa (Bárbara Stanwick) que mata a su marido para timar a la compañía de seguros en la que trabaja su cómplice y amante (Fred McMurray). Si alguien me hubiese consultado el casting, jamás habría apostado por Barbara Stanwick como arquetipo de mujer manipuladora capaz de convertir a cualquier hombre en esbirro, y sin embargo, habría cometido uno de los errores más notorios de la historia del cine.

 Phyllis Dietrichson y su pulsera en el talón, vaya asombro. Esa forma de sentarse en el sofá y cruzar la pierna sugiriéndole a Sharon Stone lo que habría de hacer 50 años más tarde. Su manera de subir y bajar la temperatura de la película a conveniencia, sus dobles sentidos, tan claros, su presentación en contrapicado, dejándonos claro que desayuna mujeres fatales. Ese primer plano, mirando a cámara, quieta, con los ojos brillantes, mientras su marido es asesinado en el asiento de al lado, justifica ese invento llamado cine. Qué manera tan enroscada y exquisita de recetar traición. Menos mal que la apretaron en 4:3. Si llegan a rodar la película en panorámico y le dan más espacio, quién sabe lo que podría haber hecho con más margen de maniobra, matar al cameraman, quizá.

 No es de extrañar que James M. Cain confesara que le gustó más la película que su propia novela. A Fred McMurray, en cambio, quién le gusta es Phyllis, que anda siempre con las expectativas al aire, a la caza un pardillo. Él lo sabe y, aun así, se presta voluntario. McMurray se cree un tipo cínico, duro, capaz de dominar la situación. Como todos, piensa que posee el antídoto. Ignora que tiene un porvenir con el contador a cero. A mitad de película, con la cara petrificada, ya hace un acertado chequeo de su situación: «No oía mis propios pasos: eran los de un hombre muerto». El guión, tan escueto como una radiografía y en el que Raymond Chandler hubo de negociar hasta las tildes con Wilder, retrata una ciudad de pistolas repentinas, gafas de sol, persianas venecianas y olor a madreselva. Una historia de ambición y crimen con una mujer para la que el mundo es una prenda de su guardarropa, y un hombre que no se entera de que se ha abierto la puerta del ascensor y no hay ascensor.


                                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

29 marzo, 2015



 'Smoke gets in your eyes' | Miles Davis (1926- 1991).

27 marzo, 2015

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 Pintando el Sacre Coeur desde la antigua Rue Norvius en Montmartre, París, 1946 | Edward Clark (1911- 2000).

25 marzo, 2015

No es país para viejos

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 Cuando los hermanos Coen leyeron ‘No es país para viejos’ debieron de pensar: este partido ya lo hemos visto. Con carreteras que fugan hacia ninguna parte y poblada por tipos que hablan despacio, aunque sus palabras salen ardiendo, la novela de Cormac McCarthy es un ‘Fargo’ fronterizo que cambia el color blanco por la aridez del desierto mexicano y el forro polar por las botas camperas. Aquel asesino con la empatía de una motosierra que convertía ‘Fargo’ en una notaría de difuntos tiene aquí su equivalente en el personaje de Anton Chigurh, una caricatura extravagante y caprichosa de la propia muerte que los Coen utilizan como vehículo para su particular humor negro. Cada vez que alguien le suplica – «No tienes por qué hacerlo» –, él apela a su gusto por el imperativo categórico: «Todos me decís lo mismo». Y en su sentencia nunca hay prórrogas. Al pasar con el coche por un puente y ver una paloma posada en la barandilla, también la mata. Chigurh posee la inercia de una maldición bíblica, asesina con y sin motivo aparente, a veces lanzando una moneda al aire.

 Llewelyn Moss caza antílopes en el desierto y se topa con el escenario de una reyerta entre narcos en la que no han sobrevivido ni los perros. Debajo de un árbol yace un cadáver con un maletín lleno de dinero y, naturalmente, el brazo codicioso de Moss cede al magnetismo sin percatarse de que ha modificado su estatus: ahora el cazador es una presa de Anton Chigurh. La persecución que se desarrolla a continuación entre el pobre desgraciado y esa criatura con la serena complacencia de los seres omniscientes adquiere el vestuario apocalíptico de las novelas de McCarthy, mientras el sheriff de la región asiste atónito al recuento de cadáveres. Tommy Lee Jones, con su cara de papel arrugado, tan parecido a Samuel Beckett, ocupa el lugar de aquella policía pueblerina embarazada de Minnesotta y, como ella, tampoco comprende el horror de estos nuevos tiempos dislocados y salvajes donde el mal se ha convertido en algo gratuito y abstracto, casi una cuestión de azar. Todavía recuerda cuando sus antiguos jefes ni siquiera necesitaban llevar armas. Su manera de masticar el pasado y escupir desencanto convierte ‘No es país para viejos’ en una reflexión lúcida y minimalista acerca de lo que ocurre cuando el presente ya te viene grande, es decir, sobre envejecer. Un viejo compañero se lo explica de forma espléndida: «Las cosas no esperan a nadie, eso es vanidad».


                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

22 marzo, 2015



 'Bette Davis Eyes' | Kim Carnes.

20 marzo, 2015

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 Aurora boreal sobre la nube de ceniza del volcán islandés Eyjafjallajokull | Lucas Jackson.

18 marzo, 2015

La noche de los gigantes

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 Un explorador del ejército retirado (Gregory Peck) que viaja hacia su nuevo rancho toma bajo su protección a una mujer blanca secuestrada tiempo atrás por una tribu india. Ignora que ella y su hijo mestizo son la familia de un indio cruel y sanguinario apodado Salvaje, que va siguiendo su rastro y asesinando de forma despiadada a todo el que encuentra a su paso. Cuando Peck descubre la situación, el viaje se convierte en un juego de estrategia en el que los errores suman tumbas y un rastro marca la diferencia entre vivir o morir. Poco a poco, el suspense de la persecución va adquiriendo un poso mítico gracias a un recurso de guión altamente efectivo: la elipsis. En ningún momento vemos a Salvaje, solo vemos las consecuencias que deja tras de sí –un reguero de muertos – y lo que otros cuentan de él – que es un asesino implacable –, algo que multiplica la tensión de su presencia ominosa e invisible. El acoso de semejante enemigo cobra una dimensión sobrenatural y genera una angustia atávica: el espectador parece escuchar el repicar inexorable de una campana que toca a difunto.

 ‘La noche de los gigantes’ es un western fantasmal y físico a la vez. Oscuro, austero, japonés en su sobriedad, y con un tratamiento del paisaje capaz de transformar en asfixiantes los horizontes abiertos. La tormenta de polvo del inicio está a la altura de la magia climática que atesoran los filmes de Kurosawa, y la sabiduría narrativa de Robert Mulligan, al plantear un duelo y escamotearnos a una de las partes, es de una audacia notable. Apuesta por el miedo a lo desconocido y deja que nuestra imaginación haga el resto.

 Mulligan y Gregory Peck ya se habían reunido en una ocasión anterior: rodaron juntos una de esas minucias incandescentes que no se olvidan nunca, ‘Matar a un ruiseñor’. Al inicio de la película la mujer de Peck ya está muerta y, aún así, qué bien contada está su historia de amor. Dos niños que antes de dormir se preguntan entre susurros cómo era ella. Un padre en silencio que los oye a través de la ventana, en realidad escuchando al pasado y quedándose quieto en el porche cuando a los recuerdos les da por apretar. Atisbos que no enseñan nada y lo cuentan todo. Ocurre lo mismo en ‘La noche de los gigantes’: dos miradas, unos cuantos silencios, una maravillosa conversación en un porche, otro, donde Gregory Peck escucha con la templanza y el olor a civilización de Atticus Finch, y todo ocurre, una vez más, sin apenas suceder.


                                                                             (Publicado en La Voz de Galicia)

15 marzo, 2015



 'Gabrielle´s theme', 'La vida privada de Sherlock Holmes' | Miklós Rózsa (1907- 1995).

13 marzo, 2015

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 Henri Matisse dibujando a Santo Domingo, 1949 | Robert Capa (1913- 1954).

11 marzo, 2015

Una luz en el hampa

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 Samuel Fuller comenzó siendo chico de los periódicos en los años veinte. Prosperó en el gremio y durante la Depresión recorrió el país trabajando como reportero de sucesos: crímenes, linchamientos racistas y miseria eran el núcleo de sus crónicas. Durante la Segunda Guerra Mundial estuvo en varios desembarcos – incluido el matadero de Omaha Beach – y más tarde filmó la entrada en el campo de exterminio de Falkenau. Con este equipaje no es de extrañar que abra sus películas a bocajarro, sin preámbulos ni presentaciones. Fuller plantea sus historias con ese tic del columnista que estructura su texto con el artificio de una bomba de palenque: agarra al lector por la solapa con el silbido insólito de una primera frase brillante y remata la faena con una explosión.

 La apertura de ‘Una luz en el hampa’ ya nos avisa: estamos ante una película ígnea. Una prostituta (Constance Towers) está apaleando al chulo que la ha querido engañar. El montaje alterna planos desde el punto de vista del tipo que recibe la paliza con planos del chulo siendo golpeado. La habilidad narrativa de Fuller consigue sumergir al espectador en la pelea de tal forma que a veces tiene la sensación de golpear y, en el plano siguiente, de recibir los golpes. Tan violenta es la secuencia que en uno de los lances, de improviso, a ella se le cae la peluca y descubrimos que tiene la cabeza rapada. Cuando cree que el hombre ha recibido su merecido, se acerca a un espejo y vuelve a ponerse la peluca. Mientras se peina, y vemos su rostro de satisfacción en primer plano, comienzan a solaparse los títulos de crédito. El tono de pesadilla del arranque es inolvidable. Dos minutos y Fuller ya nos ha dado una paliza.

 La dignidad de las personas, la soledad y los personajes inadaptados, siempre encuentran un asiento libre en el cine de este director que suele repetir, de un modo u otro, el relato de un individuo solo luchando contra todos, incluido él mismo. Es el caso de la prostituta reformada de ‘Una luz en el hampa’, que llega a un pueblo intentando olvidar su pasado y termina siendo la única persona honesta del lugar. Lo inesperado, la incertidumbre, suelen convertirse a menudo en la más valiosa mercancía de Sam Fuller. Imposible adivinar en sus películas qué va a suceder a continuación. No puede ser de otra manera tratándose de un director que, en ocasiones, dispara al aire un revólver con munición real en lugar de gritar: ¡Acción! 


                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

08 marzo, 2015



 'Sing, sing, sing' | Benny Goodman (1909- 1986).

06 marzo, 2015

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 Cine drive-in, Salt Lake City, 1958 | J. R. Eyerman (1906- 1985).

04 marzo, 2015

Más allá de Río Grande

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 Robert Parrish, montador antes de pasar a la dirección, obtiene un Oscar por el montaje de ‘Cuerpo y alma’ y unos días después recibe una invitación para comer con John Ford, que desea celebrar el premio. Al terminar la comida, justo antes de marcharse, Ford enciende su pipa al estilo Innisfree, como Michaleen Flynn, digamos, dosificando el suspense y utilizando el silencio como generador de expectativas. Después de fumetear con lentitud dos o tres veces, por fin habla, como sin referirse a nadie: «He oído por ahí que has ganado un Oscar». «Sí», responde Parrish. «Yo tengo siete», continúa Ford. «Lo sé», dice Parrish. «Verás, hay un lugar en Hill Street, entre las avenidas Quinta y Sexta, donde si llevas tu Oscar y pones quince centavos te dan una buena taza de café». «¿Tiene la dirección exacta?», pregunta Parrish en tono divertido. «Lo que quiero decir – remata Ford – es que lo único importante en este negocio es seguir trabajando. Felicidades y buena suerte».

 Robert Parrish siguió trabajando y en su quehacer como director rodó algunas obras dignas, unas cuantas mejorables, y dos perlas casi desconocidas: ‘Llanura roja’, una rareza filmada en Ceilán con Gregory Peck, y ‘Más allá del Río Grande’, un western de paisaje azteca azotado por un viento de Comala que susurra a los fotogramas. El argumento enfrenta dos mundos separados por un río que marca una frontera racial. De un lado, los blancos, que ven México como un territorio violento y corrupto, y del otro, los mexicanos, que pronuncian la palabra ‘gringo’ con el ímpetu de un escupitajo. Robert Mitchum interpreta a un pistolero que entierra el revólver y comparte el protagonismo con un caballo llamado ‘Lagrimas’. Huido de la justicia, cruzó la frontera hace años y, a pesar de que ya no es norteamericano del todo, en México nadie lo acepta como uno de los suyos. No pertenece a ningún sitio. Se asemeja a un objeto perdido en busca de cobijo, de una patria, si es que algo así existe. Su personaje posee la melancolía de los desarraigados que tanto gustaba a Peckinpah, de hecho, dibuja con diez años de antelación la desesperación subterránea de aquellos tipos vencidos de antemano que formaban un grupo salvaje. Ignoro si Parrish se acercó a ese garito de Hill Street tan idóneo para disipar euforias, pero la manera de contar este relato, que convierte la modestia en la báscula que todo lo pesa, indica que sí.


                                                                                      (Publicado en La Voz de Galicia)

01 marzo, 2015



 'I´ll see you in my dreams' | Django Reinhardt (1910- 1953).