30 marzo, 2014



 I want to be evil | Eartha kitt (1927- 2008).

27 marzo, 2014

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 Playa de Ponzos | Vari Caramés.

25 marzo, 2014

Los siete samuráis

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 Cuando un señor feudal del Japón antiguo era traicionado y asesinado por otro, sus guerreros se convertían en ‘ronin’: samuráis deshonrados sin patrón. Algunos sobrevivían como ladrones y asesinos, otros se transformaban en mercenarios. Al final de su carrera Akira Kurosawa también se quedó sin patrón, sus historias dejaron de interesar al Japón moderno y uno de los maestros vivos del cine mundial fue abandonado en un rincón y se convirtió en un viejo dinosaurio sin lugar. No hay verdugo más implacable que el tiempo. A menudo se habla de él como el más occidental de los directores orientales. Kurosawa representa el aliento épico, el drama crispado, es el tipo al que le gustan las películas del oeste y escribe con palabras bien escogidas: «Una película de acción tiene que ser ante todo una película de acción, pero qué cosa más maravillosa e infrecuente si además logra pintar al mismo tiempo la humanidad».

 ‘Los siete samuráis’, con la longitud de Dostoievski, con su enorme ritmo y su lentitud espléndida, no es más –ni menos- que un western capaz de reconstruir una época, ahondar en los conflictos sociales y retratar grandes personajes con una sencillez asombrosa. Unos campesinos contratan a unos samuráis para defender su pueblo del saqueo de unos bandidos que los asaltan periódicamente. No hay fama ni dinero, la recompensa es comida y cobijo. El asedio a esta aldea reconvertida en fortín le sirve a Kurosawa para narrar una de las batallas más soberbias de la historia del cine en la que lo heroico no reside en el despliegue militar, el ruido o la pirotecnia, sino que explota gracias a la épica del pequeño detalle y a la majestuosidad de unos guerreros humildes y vencidos por el tiempo. Luchan para no olvidar el sueño lejano de lo que un día fueron. La maestría con la que maneja los elementos visuales, unida a la importancia fundamental que cobra la naturaleza en sus películas, convierten esta batalla de lluvia y sangre rebozada en el barro en un mosaico de imágenes inolvidables.

 Tan pronto como el pueblo recupera la tranquilidad y los campesinos cantan y siembran, los samuráis se percatan, una vez más, de su soledad. Les ocurre lo que a Ethan Edwards al final de ‘Centauros del desierto’: una vez terminada la misión, alguien cierra la puerta y él queda fuera.


                                                                                                                   (Publicado en La Voz de Galicia)

13 marzo, 2014

La evasión

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 La sensación hipnótica que transmite ‘La evasión’ atrapa de forma inmediata. Uno se olvida de la fragmentación de los planos y de que alguien previamente ha gritado: «¡Motor!... ¡Acción!». La pantalla pasa a ser una ventana y todo parece suceder delante de los ojos del espectador. Tal es su embrujo. Esta veracidad nace, por ejemplo, al ver un plano de cinco minutos en el que solo hay unas manos cavando un agujero. Algo que en cualquier película resultaría aburrido, se abreviaría o se tiraría al suelo de la sala de montaje, aquí se mantiene: a veces ocurre que el montaje más asombroso consiste en no montar. Poco a poco se genera tensión y el hecho de ver esas manos cavando despierta tal fascinación que nadie en su sano juicio querría dejar de ver el resultado del boquete.

 Jacques Becker rueda esta película sin una sola nota de música, con la minuciosidad de un documental y una puesta en escena más sobria y austera que un zapato inglés. Como su título indica, el argumento se ocupa de una fuga carcelaria pero sobre todo de una historia de amistad y solidaridad en una celda habitada por cuatro presos y un genio, Roland. Nunca he visto una definición tan hermosa de la naturaleza del proceso creativo como el momento en que Roland fabrica un periscopio con un cepillo de dientes. Sin retórica ni subrayados. Sin una sola línea de diálogo. Le ocurre lo que a Mozart: se limita a escribir la música que escucha en su cabeza, toda del tirón, sin tachaduras ni dificultad aparente.

 ‘La evasión’ es un canto al esfuerzo humano. Un homenaje al ingenio, a la improvisación, a la supervivencia y, sobre todo, a la gente que trabaja con sus manos: herreros, zapateros, carpinteros, aquellos que Erri de Luca define como «individuos con arte y manos de sabidurías adquiridas». Vivimos en una sociedad en la que apenas queda gente que sepa hacer algo con sus manos. Si de repente nos transportasen a una isla desierta, la mayoría seríamos incapaces de idear, construir, sobrevivir. Con su precisión exquisita y una actitud tan poco adornada que aquello que construye alcanza una dimensión poética, Roland es Robinson Crusoe, uno de esos tipos capaces de crear civilizaciones. No hay prisión que detenga a aquellos humanos para los que inventar ya es escapar.


                                                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

04 marzo, 2014

El tercer hombre

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 Podría decirse que ‘El tercer hombre’ es un best seller como ‘La Gioconda’, ‘El Quijote’ o la silueta de Hitchcock. Quizá sea también la película por excelencia sobre la lealtad y la amistad traicionada, aunque estos dilemas morales me interesan menos que la destreza de Carol Reed a la hora de mezclar con precisión las aportaciones individuales –todas extraordinarias– que construyen la película y la convierten en una historia irrepetible. Los diálogos de Graham Greene, la música de Anton Karas o la mirada de Alida Valli, que posee la tristeza de un perro con dueño muerto, bastan para amortizar el precio de la entrada. La soberbia fotografía en blanco y negro de Robert Krasker, con sus sombras expresionistas, sus siluetas, su luz cortante que resbala y hace brillar los adoquines, enmarca la turbiedad de la historia y retrata una Viena en la que ya no hay valses ni romanticismo, sino mercado negro y escombros del neorrealismo. La posguerra ha traído corrupción, soledad, tráfico ilegal y prostitución.

 A esta ciudad derruida llega Holly Martins en busca de su amigo Harry Lime, al que encuentra en forma de epitafio. Sin embargo, algo no cuadra en su muerte y al investigar el asunto descubre que su compañero tiene una vida escondida en un doble fondo: actividades ilícitas, contrabando, asesinato. Harry Lime, al que da vida un Orson Welles con sonrisa de chacal y una sorna deliciosa, es uno de esos tipos que crea su propia suerte truncando la de los demás. Ha simulado su propia muerte para esquivar a la policía pero su tiempo se agota: para él comienza a hacerse tarde muy temprano. Cuando Martins le pregunta por las muertes que genera su actividad mercantil, éste responde con lucidez y modernidad: «Nadie piensa en términos de seres humanos. Los gobiernos no se preocupan de las personas, ¿por qué nos vamos a preocupar tú y yo?». Practica una ética distraída. La última escena de la película nos ofrece la persecución de este encantador cadáver de ida y vuelta por los sumideros de la ciudad, unas cloacas que ofrecen una metáfora de su catadura moral en el tiempo de descuento. La escasa confianza hacia el ser humano se mide aquí con la racanería del cuentagotas.


                                                                                                                           (Publicado en La Voz de Galicia)