31 diciembre, 2013

Fargo

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 Cuando la madre de los hermanos Coen enviaba a sus hijos a jugar a la calle a veinte grados bajo cero no sabía que estaba aportando una colaboración decisiva en esa obra maestra del paisaje siberiano titulada ‘Fargo’. Aquel clima inhóspito y monótono les enseñó lo deprimente que puede ser vivir en un blanco eterno y lo que esa luz y la sensación de estar en medio de ninguna parte le hacen psicológicamente a una persona. Aprendieron que no esperar nada es lo único que garantiza que ocurra algo.

 Con una capacidad de síntesis y una austeridad absolutas, ‘Fargo’ es una de las cimas de su cine, en la que logran hacer universal el retrato de la América rural de su infancia, rodado con el poso de extrañeza de ‘A sangre fría’, pero con un sentido del humor deslumbrante y negrísimo que convierte el relato en una tragedia cómica y ácida a la vez. Como es habitual en su filmografía, los rostros que ponen delante de la cámara hacen crecer la historia hasta cotas difíciles de superar. El diseño de personajes de ‘Fargo’ es brillantísimo: con un reparto coral que complica la identificación de los protagonistas, cada espectador elige al suyo. Algunos escogerán a William H. Macy, ese pusilánime miserable siempre humillado por su suegro. Otros optarán por Steve Buscemi, matón a tiempo parcial y bocazas a jornada completa. Yo, de esta galería de personajes incapaces de encontrar la línea de ese horizonte blanco, me quedo con Margie (Frances McDormand), esa policía embarazadísima, tierna e implacable, y con el asesino catatónico, despiadado y silencioso, interpretado por Peter Stormare. Ambos son inexorables como una buena maldición bíblica. Dos personas idénticas y opuestas, el bien y el mal, que al final se encuentran en un espejo retrovisor.

 Toda la peripecia que rodea el secuestro que narra la película contiene la premonición típica del cine negro: sabes que todo va a salir mal. En un instante –y el género negro vive de los instantes decisivos y fatales–, lo que era un trabajo fácil deja de serlo y se convierte en un compendio de malas casualidades, decisiones equivocadas, miserias humanas y chapuzas lamentables, de las que los hermanos Coen extraen un raro ejemplar de cine negro teñido de blanco.


                                                                                                                       (Publicado en La Voz de Galicia)

25 diciembre, 2013

El bazar de las sorpresas

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 Después de recibir un guión de Ernst Lubitsch para hacer su siguiente película, la actriz Miriam Hopkins se fue un fin de semana a un lago cercano a Los Ángeles con la intención de leerlo con su novio, el director King Vidor. Nadie sabía que tenían un romance ultrasecreto. Cuando llegaron a la última página, encontraron una nota que decía: «King, estaré encantado de hacer cualquier cambio que desees. Ernst». Esto es un ejemplo de lo que se llamó ‘toque Lubitsch’, una manera de entender la comedia. Billy Wilder tenía un cartel en su despacho que rezaba: «¿Cómo lo haría Lubitsch?». Era la forma en que su viejo maestro le recordaba que siempre hay que insistir, que la escena mejor escrita aún puede ser mejor.

 Ernst Lubitsch creía que ‘El bazar de las sorpresas’ era la mejor película que había hecho. Una comedia humana, sencilla solo en apariencia, cálida y sentimental con sus personajes. La historia de una tienda de cualquier ciudad que responde a un modelo antiguo de negocio en el que los trabajadores son casi una familia. Un homenaje a la sastrería de su padre. Repleta de datos autobiográficos, Lubitsch se mete en los zapatos de Frank Capra y dirige una película capaz de volar a la altura de ‘Qué bello es vivir’ y resistir la comparación. Un cuento de Navidad con la hondura de Dickens en el que no falta la nieve, la cena familiar, la soledad o la amargura propia de estas fechas.

 Las personas que, al terminar un libro, deslizan su mano por la tapa como una caricia, o que acuden una y otra vez a una librería que para ellos es un sitio especial, con su luz, su escaparate, su olor y su tiempo detenido, se encontrarán a gusto en la pequeña tienda húngara de esta película: un microcosmos por el que circula la ambición, el paro, el cinismo, las ilusiones, a veces la valentía. Aquellos que no hayan visto cómo un señor que de verdad cree que un comercio debe generar riqueza para todos va comprobando que sus empleados no pasen solos el día de Navidad, cuando el que está solo es él, deberán pasar por esta tienda de la esquina: Matuschek y Compañía.


                                                                                                                        (Publicado en La Voz de Galicia)

17 diciembre, 2013

Al rojo vivo

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 El cine negro clásico no pierde el tiempo con los alrededores de la historia. Su necesidad de ir al grano, casi siempre debida a la escasez de dinero, aumenta notablemente la velocidad de la narración y hace que ‘Al rojo vivo’, una de las cumbres de este género, con su intensidad y su ritmo vertiginoso, se siga sin pestañear. El responsable de esto es Raoul Walsh, uno de los pocos tuertos auténticos –perdió un ojo tras impactar un conejo en el parabrisas de su coche–, entre los directores del Hollywood clásico. Walsh era un narrador mayúsculo: Sujeto, verbo y complemento. Punto. Ni un solo adjetivo. ‘Al rojo vivo’ es un ejemplo de esto: seca, abrupta y tan directa que un solo ojo basta para su visionado.

 James Cagney interpreta a Cody Jarrett, el líder de una banda de atracadores aquejado de una enfermedad crónica: síndrome de Edipo. Atraco tras atraco, se lleva a su madre a todas partes, algo que no gusta a su novia, una de esas mujeres que eligen cuidadosamente el momento de pedir un abrigo de visón. La madre de Cody Jarrett es tan famosa como la madre de ‘Psicosis’. Con una jeta tan siniestra que haría parecer amable cualquier retrato de Stalin, empuja a su hijo a llegar a lo más alto, esto es, al número uno en el ranking de criminales. Una fuga sin fin que uno prevé de recorrido corto y final apoteósico. Jarrett es un loco de atar. Sin embargo, es imposible no sentir simpatía por un tipo que, cuando se ve rodeado por la policía, da por sentado que los acorralados son ellos. Lo de «salga con las manos en alto», en su caso, es un imposible. Sus manos siempre están ocupadas y llenas de razones, ya que su pistola es su principal fuente de argumentos. La forma que tiene James Cagney de coger un arma haría recular a cualquier matón con ínfulas apadrinado por Tarantino. Es posible que sea la pistola la que se agarra a él.

 La última escena –ya mítica– muestra a Cagney subido a lo más alto de una fábrica de productos químicos y acosado por la policía. En pleno ataque megalómano, pronuncia su más famoso parlamento: «Mamá, lo conseguí: estoy en la cima del mundo». A continuación, hace que todo vuele por los aires. Al fin y al cabo, cuando uno llega a la cima del mundo lo único que puede hacer es bajar.


                                                                                                                       (Publicado en La Voz de Galicia)

11 diciembre, 2013

Los Vikingos

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 Cuentan las viejas crónicas que al regresar los vikingos a sus costas después de sus fechorías, uno de ellos, o varios, como saludo, caminaban por el exterior del barco brincando sobre los remos en un equilibrio precario. Muchos caían al agua. Este ceremonial provocaba las risas y el júbilo de los que se agolpaban en el puerto a recibirlos. Cuando lo supo Kirk Douglas quiso incorporarlo a la película y le dijeron: «Kirk, el agua está algo fría en los fiordos de Noruega», pero Douglas, seguramente pensando que no podía dejar en manos de Burt Lancaster el monopolio del saltimbanqui de alegría contagiosa, se empeñó en probar la temperatura del agua. Nadie dijo nada. Era el productor de la película y tenía gran afición a ejercer de mandamás. El resultado es un momento inolvidable que posee lo que uno le pide al cine de aventuras: hablar por teléfono móvil con tu propia infancia. Ningún especialista lo hizo mejor, diría Richard Fleischer, director de la película y principal sufridor del carácter belicoso de Douglas.

 ‘Los vikingos’ está repleta de momentos así, que representan la ligereza desinhibida y la épica de este género. La culpa, además de Fleischer, la tiene Jack Cardiff, probablemente el más grande director de fotografía en color que haya existido. «Turner podría haber sido uno de los mejores camarógrafos del mundo por la forma en que obtenía un énfasis dramático con la iluminación de sus pinturas.», decía con audacia. Comenzó en el cine cuando todavía era un arte primitivo y lo ejercían inventores. A menudo, si necesitaba un artilugio para resolver una escena, no lo pedía a la casa de alquiler: lo inventaba. Cardiff convierte ‘Los vikingos’ en un cantar de gesta visualmente maravilloso. Los barcos vikingos adentrándose en la niebla bajo el sol de medianoche, el asedio a una fortaleza, ver como lanzan hachas a un puente levadizo para escalar por ellas o el duelo final entre un manco y un tuerto forman un recuento incompleto de las escenas irrepetibles de esta película. Si uno tiene la suerte de verla cuando es niño, muchas de sus imágenes se quedan incrustadas en la memoria para siempre. Quizá el cine sea eso: recuerdos imborrables.


                                                                                                                        (Publicado en La Voz de Galicia)

04 diciembre, 2013

Grupo Salvaje

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 En el año 1969 se estrenaron dos westerns estupendos. Uno de ellos, con la cara limpia, peinado por un guión chispeante y lleno de secuencias de comedia que le garantizaron un enorme éxito, se tituló ‘Dos hombres y un destino’. El otro, mal afeitado, con la cara sucia y un guión escrito en papel de lija, espantó a la clientela. Su título: ‘Grupo Salvaje’. En este, como ocurre a menudo en las grandes películas, la primera secuencia ya adelanta el final de la historia: unos chavales ríen y observan a un escorpión que es devorado vivo por todo un hormiguero, al que prenden fuego mientras el animal se autoinmola. Mucho tuvo que gustarle esta escena a Buñuel.

 El cine de Sam Peckinpah está poblado por personajes que la modernidad ha ido empujando hacia la cuneta. Se acaba su manera de vivir y Peckinpah los utiliza para lo que en realidad le interesa: retratar el paso del tiempo. La llegada del automóvil en las películas del oeste es la metáfora perfecta de esto: aparece el motor de combustión y, de repente, los caballos envejecen. ‘Grupo Salvaje’ narra el ocaso de Pike Bishop, con su eterno gesto de cansancio, y de su grupo de mercenarios: unos profesionales de la violencia que han nacido debajo de una roca, como los alacranes. Pudieron ser buena gente hace un millón de años, ahora, andan escasos de redención. Bishop, perseguido por su mejor amigo, al que traicionó en el pasado, cruza la frontera de México en plena revolución y acepta un encargo del general Mapache, un ególatra aficionado a la carnicería que combate a Villa con un grupo de mariachis detrás. La guerra también necesita una banda sonora que acompañe el estropicio.

 Como en el cine negro, la cosa se tuerce cuando huelen que están ante la última ocasión de enriquecerse: siempre hay una «última oportunidad» que te mata. Uno de los hombres de Pike es secuestrado y sin mediar palabra deciden que la muerte puede ser una salida digna y honorable. En cualquier caso, no peor que otra. Ni mejor. Ver como caminan hacia su destino es uno de los últimos actos más maravillosos de la historia del cine. Un paseíllo en el que van hacia su final mitológico como héroes resignados. Pike Bishop y sus secuaces entran en un hormiguero y Peckinpah no escatima munición. Nunca lo hizo.


                                                                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia)