25 septiembre, 2013

Medianoche en París

 photo MedianocheenPariacutes_zps138e95d6.jpg

 ‘Manhattan’ comenzaba con la música de Gershwin amueblando el blanco y negro de Nueva York. Salvando distancias y herejías, Sidney Bechet y su clarinete hacen lo mismo al inicio de esta película: un recorrido idealizado por las calles de París en el que Woody Allen guiña un ojo a aquellos que lo acusan de repetirse una y otra vez. Puede que sea verdad. Es cierto que cambia la cáscara de sus películas mientras sus temas recurrentes permanecen. Con frecuencia retrata a escritorzuelos y pseudointelectuales entre los que suele habitar un amigo insoportable y pedante capaz de discutir que Cervantes se escribe con «b» o que pronuncia Van Gogh con un acento imposible, como si fuese Meryl Streep.

 A menudo hay en su cine discusiones en torno a lo que es drama o lo que es comedia y siempre está la infidelidad de fondo, con todos esos personajes insatisfechos que buscan algo que nunca encuentran. Pero (y este es un pero muy grande) siempre consigue hacernos reír mientras nos cuenta que la vida es insatisfactoria. Puede que la historia sea vieja, pero las carcajadas siempre son nuevas. No se repiten. Allen posee la habilidad para convertir en fácil lo difícil y conseguir que algo trabajado a conciencia parezca improvisado.

 ‘Medianoche en París’, una película de viajes en el tiempo, si se quiere una comedia paranormal, es un buen ejemplo de esto. Un joven escritor llega a París con la intención de rematar su primera novela. Tiene nostalgia de otra época, cree que el presente es mediocre y pasea sus dudas por los bulevares nocturnos. Acaba metido en un coche que viaja al pasado y, ante su estupor, comprueba que se encuentra en el París de los años 20. De repente, se ve alternando con Hemingway, Scott Fitzgerald, Cole Porter, Picasso o Gertrude Stein. Un zoológico de seres famosos, ídolos literarios y charlestón en el que termina abriendo los ojos con desengaño: todos los artistas piensan que su época es banal y aluden a su vez a una edad de oro anterior. El pasado no es mejor, solo es una fantasía. Que cada uno se acomode como pueda. El presente es todo lo que tenemos.


                                                                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

22 septiembre, 2013

El silencio del héroe

 ‘El silencio del héroe’ es una colección de artículos deportivos, en su mayoría ordenados cronológicamente, que muestran cómo Gay Talese (Ocean City, Nueva Jersey, 1932) ha ido tensando su escritura a lo largo de las décadas hasta convertirse en un autor esencial. Si Robert Bresson y Yasujiro Ozu, apóstoles de la sobriedad, regentasen un club contra los fuegos de artificio, aceptarían como socio a Talese. La sustancia de sus relatos se nutre de los detalles que se pierden por el rabillo del ojo. Talese explora los rincones. Un tipo que fabrica herraduras en un hipódromo, una persona del público, un árbitro de boxeo, una futbolista que falla un penalti... Durante décadas ha documentado una galería de personajes, muchos de ellos perdedores, con un humor extraño y la compasión de quien no se permite juzgar a los demás.

 photo Talese_zps23cfc26a.jpg

 ‘El silencio del héroe’, el reportaje que da título al libro, habla de la soledad de Joe Di Maggio, un mito pegado a la sombra de la muerte de Marilyn Monroe, pero sobre todo habla de cómo envejecen los deportistas. El relato está escrito en 1965. Talese acompaña al jugador al Yankee Stadium, quince años después de su retirada del béisbol. Es un día de fiesta. Se homenajea a Mickey Mantle, la leyenda que ocupó el vacío de Di Maggio y que ahora, también en el ocaso, está a punto de retirarse. Pancartas que rezan «Te queremos Mick» cuelgan en la parte alta del estadio. Talese escribe: «Estas pancartas las habían sujetado centenares de jóvenes cuyos sueños se habían hecho realidad a menudo gracias a Mantle, pero también, sentados en la tribunas, había hombres de más edad, barrigudos y medio calvos, en cuyas mentes de mediana edad Di Maggio seguía vivo e invencible, y algunos de ellos recordaban cómo un mes antes, durante una exhibición antes del partido del Día de los Veteranos en el Yankee Stadium, Di Maggio bateó un lanzamiento y lo mandó a los asientos de la zona izquierda del campo, y de repente miles de personas se pusieron en pie de un salto, como locos, gritando de alegría: el gran Di Maggio había vuelto; volvían a ser jóvenes; era ayer.»

 Solo son dos palabras. Era ayer. Dos palabras que electrizan y atraviesan el tiempo del relato con la velocidad del pensamiento, que en un instante pasa del presente al pasado. Dos palabras que describen la nostalgia y la imaginación colectiva y acotan con precisión absoluta la definición de leyenda como «aquel que vive en el recuerdo». Con esa brevedad Talese cuenta una historia sobre la vejez, sobre la decadencia, sobre el tiempo y su transcurrir. «Era ayer». Dos palabras. Ya estaban en el diccionario. Solo había que escogerlas y colocarlas en el lugar adecuado.


                                                                                                                             (Publicado en La Voz de Galicia)

17 septiembre, 2013

La salida de la luna

 photo Lasalidadelaluna7_zps2daee0a5.jpg

 Hay películas que hablan de la importancia decisiva de lo trivial o del gusto por exagerar una bravata. Y menos mal. Pocos se percatan de que estos asuntos son capitales. Un mundo sin exageración conduce, lento pero seguro, hacia los días nublados, el aburrimiento y ese tipo de mesura que sube el nivel de colesterol. John Ford, profundo conocedor de lo anterior, vuelve a Irlanda para rodar un segundo asalto de ‘El hombre tranquilo’ y enseñarnos a saborear, más bien, degustar, una buena discusión. El campo, un perro que ladra, los riachuelos, los torreones destruidos o los tejados de paja forman el paisaje de una película pequeña en importancia e inmensa en temperamento que cuenta mucho más de lo que deja ver.

 Dividiéndola en tres episodios, Ford adapta tres relatos irlandeses que combinan la poesía con la picaresca, el sentido del humor con la melancolía y la alegría de vivir con las pequeñas traiciones que se resuelven bebiendo una pinta de cerveza o entonando una balada como ‘La salida de la luna’. «Los secretos se están perdiendo», dice un tipo con reuma que regenta una destilería clandestina. El futuro ya no es lo que era. Se queja con gran teatralidad y entusiasmo: que se sepa, el reuma nunca afectó a la lengua de un irlandés. Todos los personajes generan una complicidad inmediata en el espectador. Hasta hay un burro que habla inglés o, al menos, lo entiende.

 El episodio central es una obra de arte mayúscula que contiene la declaración de amor más singular de la historia del cine. Una mezcla asombrosa de timidez, retranca y disparate. Un tren llega a una estación y su salida se va viendo aplazada una y otra vez mientras se negocia un matrimonio de conveniencia con galanteo previo, dote pactada y rituales de cortejo que incluyen alguna bofetada. Al mismo tiempo se produce una trifulca a puñetazos con su prólogo habitual: alguien hace mención a un hecho ignominioso de un antepasado hasta que el otro grita: «¡Embustero!». Y se lía. Se suben las mangas con petulancia y comienza la pelea. Plantean las ofensas más rebuscadas y divertidas con gran elocuencia: «No permitiré que me hable de ese modo un hombre cuyo tío-abuelo, como todo el mundo sabe, era un masón que se dio a la bebida a los 86 años y murió antes de hora». En Irlanda nadie borra el disco duro. El olvido no existe.


                                                                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

13 septiembre, 2013

Atraco a las tres

 photo Atracoalastres_zpsed72b6db.jpg

 Las grandes películas de atracos son aquellas en las que el asunto fracasa. El recuerdo de los ladrones que triunfan se diluye; en cambio, el fatalismo perdura en la memoria. Siempre hay más gloria en la derrota. Desde el inicio, los protagonistas de ‘La jungla de asfalto’ o ‘Atraco perfecto’ están predestinados a fracasar. Una maleta que cae, una alarma a destiempo, desavenencias en el reparto del botín o una buena mujer mala suelen arruinar el tinglado.

 Algo parecido ocurre en ‘Atraco a las tres’. Un grupo de trabajadores de un banco deciden asaltar la sucursal en la que trabajan. Están cansados de ser pobres. El líder carismático de esta banda de palurdos es un cerebro criminal de primera categoría: José Luis López Vázquez. «Sería incapaz de robar a un semejante, pero un banco no es un semejante», dice con indiscutible visión de futuro. Como buen trabajador de la banca, sabe que la frontera entre robo y negocio suele ser difusa. Cuenta con un equipo de ladrones difícil de igualar: Manuel Alexandre, Cassen, Agustín González y Alfredo Landa, que interpreta al asaltante más miedoso de la historia del cine. Hace falta ser comadreja para que Gracita Morales, con ese estiramiento inverosímil de las vocales, te acuse de esquirol.

 Son tan profesionales que hacen el reparto antes del atraco para que cuadren las cuentas. Imitando la secuencia de ‘Bienvenido Mr Marshall’ en la que todos sueñan lo que van a pedir a los americanos, todos apuntan sus objetivos. López Vázquez quiere vivir en los lagos Suizos y alternar con las campeonas de slalom gigante. Gracita Morales pide un abriguito de entretiempo y seis pares de medias. «A mí lo que me gustaría es ir a Logroño», afirma uno de ellos. Metas loables. Deseos propios de una sociedad que imaginaba en pequeño. Hasta se quedan cortos en el soñar. Disfrazada de comedia amable, ‘Atraco a las tres’ despelleja sin piedad aquella España pusilánime en la que los céntimos eran importantes, los hombres llevaban un peine en el bolsillo del pecho y los amigos que iban de visita al hospital le comían el menú al enfermo. Todo suena a conversación escuchada por Rafael Azcona en algún autobús. Maldita la gracia, pero te ríes.


                                                                                                                                (Publicado en La Voz de Galicia)

05 septiembre, 2013

Mi tío

 photo Hulot_zps5e9c9d9b.jpg

 Pocas cosas hay tan libres como unos perros vagabundos que curiosean, corren, juguetean o tiran las tapas de los bidones de basura. No tienen reloj. Para ellos no existe el tiempo. Sus paseos felices por el arrabal cargan de poesía el comienzo de esta película y nos transportan desde un barrio antiguo y humano hasta una casa ultramoderna y automática que parece decorada por Roy Lichtenstein o por un psiquiatra. En ese entorno deshumanizado y aséptico, donde lo vacío y lo moderno se convierten en sinónimos, vive una familia adicta a la cuadrícula, a la que la tecnología ha convertido en gente ridícula. El hijo pequeño no se siente demasiado feliz de pertenecer a esta familia digital de ceros y unos, por eso adora las visitas de su tío, un ser despistado y analógico, con gabardina, pipa y sombrero, que responde al nombre de monsieur Hulot.

 Genuino representante del caos no pretendido, siembra el desastre por donde pasa. Las líneas geométricas tiemblan ante su presencia, es capaz de convertir los ángulos en curvas. Hulot lucha por integrarse en la sociedad, pero es un perro vagabundo. No entiende un mundo en el que los coches se detienen delante del colegio como si fuesen máquinas dispensadoras de niños. Pertenece a una época que ya no existe, con sus tonos ocres, sus calles de adoquín, sus puestos de verdura y otra forma de entender el vivir. Aquella en la que los manillares de las bicicletas se torcían a menudo.

 Tratando de mejorar el cine mudo sin adaptarse al sonoro, Jacques Tati rueda este tebeo titulado ‘Mi tío’ con una mezcla de nostalgia, costumbrismo e ironía. Sin apenas diálogos y con una colección de crujidos, timbrazos, golpes, zumbidos, silbidos y voces, contrapone una forma antigua de disfrutar de la vida al barullo de la sociedad moderna. Nos adelanta que las nuevas tecnologías traen la necesidad de presumir de ellas, que disfrutaremos exhibiéndonos y convirtiéndonos en bobos incomunicados de banda ancha que gozan de una maravillosa comodidad incómoda. Para Tati la tecnología es servidumbre. Considera el orden y la pulcritud cosa de cretinos. Por eso Hulot los castiga con el imprevisto.


                                                                                                                                      (Publicado en La Voz de Galicia)