28 mayo, 2013

Arsénico por compasión

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 Las hermanas Brewster son unas virtuosas del asesinato en serie doméstico. No lo hacen movidas por algún oscuro motivo propio de psicópatas. En absoluto. Asesinan ancianos solitarios por compasión, a los que sirven una copita con veneno. Es su afición. Una forma de hacer obra social. Gracias a este pasatiempo mejoran las estadísticas de población activa. Tienen tantos cadáveres enterrados en el sótano que harían enrojecer de envidia a Edgar Allan Poe y sus relatos de gente emparedada. Encima, tienen estilo. Hay que ver la alacena en la que guardan con exquisitez y respeto, incluso afecto, los sombreros de sus apadrinados. Lo suyo es la cotidianidad. Nada que ver con los matachines de las películas actuales. Toda esta peripecia se torna en comedia enloquecida cuando Cary Grant descubre que sus tías, unas viejecitas entrañables que van dando pequeños brincos por el salón, son estas dos envenenadoras victorianas capaces de bajar la autoestima de cualquier asesino. Ante el asombro y el histerismo de su sobrino, las dos ancianas le dan la razón a Billy Wilder y opinan que tomarse las cosas —el asesinato— demasiado en serio es de mal gusto. Son modestas.

 Frank Capra dirige esta pequeña obra maestra del humor negro que sobrevive al paso del tiempo mejor que algunas de sus películas embadurnadas de bondad que siempre triunfan sobre el mal. Una mansión en Brooklyn es el escenario de una batalla campal de actores secundarios que se roban los planos unos a otros mientras Cary Grant oficia de mediador. Solo en el cine clásico hay melés de este calibre. Capra obliga a Cary Grant a utilizar todo su repertorio de muecas en el papel más desenfrenado y sobreactuado de su carrera. Parece un mono aullador. Al actor no le hizo gracia. Estaba especializado en un personaje maravilloso: hacer de Cary Grant. "Arsénico por compasión" es un alegato a favor del asesinato de cercanías. La maldad siempre es más deliciosa cuando se oculta detrás de la bondad. Dos ancianas liquidan gente como quien juega al "bridge" en una novela de Agatha Christie. Su compasión es como una corteza que baja rascando la garganta.


                                                                                                                                       (Publicado en La Voz de Galicia)

26 mayo, 2013

Feelin' Alright



 Durante un instante, me he vuelto majareta. Iba a escribir sobre la entrevista de vendedores de crecepelo que ha convertido a todos en Aznarólogos, a saber: gente dedicada al estudio minucioso de José María Aznar y su 'lobby querencia'. Que la sangre siga circulando, podéis estar tranquilos. No voy a hacer un desprecio al vocabulario quemando palabras para nada. Hay asuntos insignificantes de mucha más importancia. ¿Es que nadie ha leído al ingenioso hidalgo de Cervantes?. Aznar solo es un loco que se cree Aznar.

 Si alguien se ve apresado por una debilidad inicial como la mía, propia de alguien que está despierto sin estarlo, debe seguir su primer impulso, que es el bueno a falta de uno mejor. Uno se vuelve cuerdo hasta sin pretenderlo, la lucidez se impone y, como mucho, acabas poniendo una canción de Joe Cocker.

22 mayo, 2013

La escopeta nacional

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 Hay muchas formas extrañas de entrar en la historia. Aquellas que van acompañadas de la gloria del imprevisto son mis preferidas. Luis García Berlanga contaba que el origen de 'La escopeta nacional' surgió de un inesperado accidente de caza en el que Manuel Fraga le pegó un tiro en las nalgas a la hija de Franco. Después de este pequeño desliz, Fraga hizo lo que en argot cinematográfico se denomina «salir de cuadro». Una retirada estratégica, solo que con prisa, seguramente pensando en la cárcel del conde de Montecristo o quizá en algo peor. El Generalísimo tuvo que ir a buscarlo al lugar donde se había escondido, asegurándole que aquello era cosa del infortunio. Que el fútbol es así. Algo parecido a cuando un niño pinta con un rotulador las paredes de casa y su padre le dice: «Ven aquí, que no va a pasar nada». Ante apreturas así nadie se fía. Al final el episodio se resolvió con la altura que uno presupone en personajes de esa talla: una palmada en la espalda de Fraga Iribarne y un trasero lleno de perdigones.

 El incidente no forma parte de los libros de historia ni falta que hace. Encontró un aposento mejor en este guión que Berlanga y Rafael Azcona disparan con posta de jabalí. Mucho antes de que Umbral firmara esa obra cumbre de la insistencia —«Yo he venido a hablar de mi libro»— José Sazatornil hizo lo propio interpretando a un industrial catalán que organiza una cacería para vender a un ministro franquista sus porteros automáticos. Las apariencias, el servilismo, la corrupción, el peloteo y la gente de rodilla desollada siempre acuden a la cita en estas cacerías que ante todo son una oportunidad para medrar y un canto al tráfico de influencias. Si uno quiere conocer España, es más recomendable ver esta película que vivir en este país. Los diálogos son tan certeros, lúcidos y asombrosos que despellejan nuestro pasado, presente y, por desgracia, nuestro futuro. Hay una escena en la que el ministro al que todos lisonjean se levanta contrariado tras ser sorprendido defecando detrás de un matorral. Ese es el resumen de la película: el retrato de una España con los pantalones siempre bajados.


                                                                                                                                      (Publicado en La Voz de Galicia)

19 mayo, 2013

House of Cards



 La música es de Jeff Beal y pertenece a la cabecera de ‘House of Cards’.

 Ya era hora de que Maquiavelo se animase a hacer el guión de una serie de televisión. “Todo en la vida tiene que ver con el sexo… excepto el sexo, que tiene que ver con el poder” dice su protagonista.

 Seguro que todos recordáis esa serie grandilocuente titulada ‘El ala oeste de la Casa Blanca’ que aireaba los entresijos de la política de Washington con sus diálogos rápidos y brillantes en boca de tipos inteligentes que no camuflaban su patriotismo merengue. El asunto era: “Miradnos, somos la democracia del mundo”.

 ‘House of Cards’ es el sótano con goteras de ‘El ala oeste’, su reverso oscuro. Aquí el mundo político parece la charca de un documental de animales donde todos se acercan a beber y solo hay brillo de dientes. Kevin Spacey, con una cintura a la hora de hacer el mal muy superior a la de Keyser Söze, y Robin  Wright, una Lady Macbeth con la belleza de una cuchilla de afeitar, forman un matrimonio muy bien avenido. Sus cimientos son sólidos, les une la ambición. Él es congresista de los Estados Unidos, ella regenta una ONG pero, en realidad, se dedican a lo mismo: depredar. En sus conjuras no hay piedad. Son caníbales políticos cuyo fin último es saciar su sed de poder.

 Este paseo por la trastienda de la gente respetable transcurre en fiestas, pasillos con columnas de mármol, suntuosas mansiones y alcantarillas similares. Todo sucede de noche, entre las sombras, con tufo a perro muerto y a trama Gürtel. La oscuridad es el refugio de todas estas recepciones, donaciones, financiaciones y cualquier otro eufemismo que a uno se le ocurra. La serie ofrece la seducción y el magnetismo que tienen historias como ‘Las amistades peligrosas’, con personajes que combinan el lujo con la cloaca y poseen una inteligencia animal, hipnótica.

 Lillian Hellman escribió en 1939 una obra de teatro titulada ‘The little foxes’. Su adaptación cinematográfica, dirigida de forma portentosa por William Wyler en 1941, se llamó ‘La loba’. Esta película comparte el mismo espíritu de ‘House of Cards’: la fascinación del que observa el hambre implacable de las alimañas.

15 mayo, 2013

El invisible Harvey

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 Una vez conocí a una señora que apagaba el televisor cuando veía a dos boxeadores en faena. Lo hacía exclamando: «¡Jesús, Jesús!». Creía que los púgiles dejaban de pelear cuando ella pulsaba el botón y lo hacía a toda velocidad para evitar una desgracia. He de confesar que me asombré al presenciar el asunto, pero solo un poco. Según los vecinos, esa misma señora tenía un perro que solo mordía a la gente en los días de lluvia, y eso sí me pareció asombroso. No pude disfrutar en directo de semejante fenómeno meteorológico, porque, como decía Ferlosio, llueve cuando llueve, no cuando hace falta. Pero aquel día aprendí que la "normalidad" no existe: depende de factores externos.

 Humphrey Bogart afirmaba que el problema del mundo es que lleva una copa de retraso. En uno de esos callejones de reyerta que hay detrás de los bares de las películas americanas, un hombre que ha perdido el libro de instrucciones de la vida, un borracho, dice la siguiente frase: «Al final son nuestros sueños los que nos sostienen». Ahí descansa el corazón de esta película. "El invisible Harvey" es una comedia repleta de frases brillantes pronunciadas por majaretas. De hecho, el personaje más insensato es el único que dice cosas con verdadero sentido. James Stewart interpreta a un tipo que vive al margen de los códigos habituales de conducta. Un alcohólico bondadoso que posee un gran defecto a ojos de la sociedad: habla con un conejo gigante llamado Harvey. Las travesuras de este amigo invisible provocan su traslado a un sanatorio mental en el que su familia pretende deshacerse de él escondiendo la vergüenza bajo la alfombra.

 Henry Koster dirige esta batalla entre la imaginación y la normalidad. Con una puesta en escena tan invisible como Harvey, la película es una lección de tolerancia que convierte la psiquiatría en una ciencia palurda que pone de relieve el gran miedo de los cartesianos: que el mundo sea de los que se atreven a soñar. Ante todo es una historia sobre la necesidad de la fantasía. La vida no está formada solo por aquello que realmente sucedió, sino también por lo que cada uno ha llegado a imaginar.


                                                                                                                                          (Publicado en La Voz de Galicia)

12 mayo, 2013

Fendetestas



 Hoy toca vídeo. Un fragmento de “El bosque animado” en el que Alfredo Landa muestra su gran habilidad como comadrona. «¿A que soy el actor que mejor habla y come al mismo tiempo?» Le preguntaba a José Luís Cuerda. No solo Cuerda le daba la razón a este respecto.

 Una vez estuvo claro que Landa iba a recibir el premio gordo del festival de Cannes por su interpretación en “Los santos inocentes”, cuentan que Pilar Miró, lideresa del cine español por aquel entonces, intentó que el galardón fuese compartido con Paco Rabal y presentar así el suceso como una especie de triunfo del cine español. Y así fue. Dick Bogarde, presidente del jurado aquel año, accedió al negociado no sin antes apostillar: «de acuerdo, pero el bueno es el pequeñito».

 Hasta el PP ha homenajeado a Landa con la nueva ley de costas que, de forma sutil, alienta el ladrillazo torremolinero, propone Benidorm como ciudad multicultural y pretende una segunda colonización de suecas persiguiendo a españoles ahora depilados.

 Alfredo Landa podía hablar de pájaros sin hablar de pájaros. Tenía ocurrencias tuiteras antes de Twitter. «Al pájaro se le conoce por la cagada que deja» decía.

08 mayo, 2013

Rebobine, por favor

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 Con su engañosa sencillez disfrazada de comedia ligera sobre unos colegas de barrio que hacen travesuras, 'Rebobine, por favor' es una curiosa reflexión acerca del concepto del original y de la mala reputación de la palabra copia. Michel Gondry dirige una película capaz de reírse de sí misma en la que uno de los protagonistas queda magnetizado por accidente y borra todas las cintas del videoclub de un amigo. Con el negocio al borde de la quiebra, deciden volver a rodar de forma casera 'Los cazafantasmas', 'King Kong', '2001 Una odisea del espacio' y otros hitos del cine, y explican a los clientes que esa apariencia tan cutre se debe a que son la versión suecada del original.

 Una ocurrencia magistral que, aprovechando el prestigio y la fama de incomprensible del sueco Ingmar Bergman, utiliza como coartada al cine de autor extranjero para justificar unas cintas en las que no existe la verosimilitud ni se la espera. Estas versiones bastardas se convierten en un fenómeno de masas dentro del barrio hasta que el FBI arruina el éxito comercial de la peripecia con una palabra: piratería.

 En los años 50, el Kiosco Alfonso de A Coruña tenía dos salas de cine. La de abajo poseía una característica insólita: la pantalla estaba en medio de la sala. Todos corrían para ver la película del derecho. Si no se apresuraban para encontrar un buen sitio, tenían que verla del revés. Presa de un impulso darwiniano, mucha gente aprendió a leer del revés, algo muy útil si se tiene en cuenta que la vida siempre puede dar la vuelta de repente. El cine costaba una peseta y para los últimos en entrar todos los personajes eran zurdos. Hacia el final de 'Rebobine, por favor', los protagonistas cuelgan una sábana blanca en el escaparate para hacer una última proyección privada antes de que se proceda a la demolición del videoclub. Mientras ven su película, no se percatan de que al otro lado de la pantalla, en la calle, se ha ido congregando una multitud que producirá una de esas explosiones de ayuda vecinal tipo Frank Capra. Nunca sabe uno lo que puede ocurrir detrás de la pantalla.


                                                                                                                                      (Publicado en La Voz de Galicia)

05 mayo, 2013

Sugar Man



 Rodríguez.

 El tema que he dejado arriba pertenece a “Searching for a Sugar Man”, oscar al mejor documental este año. Cuenta la historia de un tipo olvidado en una cuneta que es una estrella de la música sin saberlo. Mientras malvive y repara tejados en el lado malo del sueño americano, su primer disco compite con Simon & Garfunkel o el “Abbey Road” de los Beatles en Sudáfrica.

 El punto de partida resulta un poco fantasioso: La novia de no sé quién introduce de casualidad una copia pirata del disco de Sixto Rodríguez en Sudáfrica y poco a poco se desata un fenómeno casi clandestino que lo convierte en hit involuntario. El cantante y compositor ignora que es un ídolo de masas. Sus seguidores tampoco saben quién es él. Todo un experimento sociológico sin querer.

01 mayo, 2013

La princesa prometida

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 Un cuento de aventuras que valore su autoestima debe incluir combates, venganzas, fugas, milagros, persecuciones y, sobre todo, un ingrediente esencial: el amor verdadero, que así pronunciado le llena a uno la boca de mayúsculas. Se disculpa la simpleza de los personajes y la exageración a cambio de la imaginación, el entretenimiento y las frases rimbombantes del tipo: «Me llamo Íñigo Montoya, tú mataste a mi padre, prepárate a morir». Esta sentencia, de éxito arrollador en los años 80, se convirtió en el eslogan involuntario de esta película, protagonizada por un gigante tonto y noble, un espadachín español con cuentas pendientes, el invencible pirata Roberts y, por supuesto, una dama: la princesa prometida.

 Rob Reiner dirige con gran acierto una película en la que el verdadero cocinero es William Goldman, uno de los guionistas más prestigiosos de la actualidad, que aquí adapta su propia novela. Con ecos de "Los tres mosqueteros" o la Sherezade de "Las mil y una noches", Goldman construye un relato de castillos y esgrima, en el que héroe, que transita por lugares —los acantilados de la locura, la fosa de la desesperación— que bien podrían ubicarse en una novela de Michael Ende, se ve sometido a pruebas y acertijos como un Ulises cualquiera. La princesa prometida nos da liebre por gato, con una progresión narrativa imparable y unos diálogos ágiles e ingeniosos. Su envoltorio de cuento ligero oculta su verdadera intención: hacer un elogio de la lectura.

 Al inicio de la película, un abuelo visita a su nieto enfermo. Lleva en la mano un objeto revolucionario: un libro. Este objeto, en principio despreciado en favor de los videojuegos o la televisión, poco a poco va desplegando su magia hasta hechizar a su víctima. Primero atrapa su atención. Luego crece el deseo de saber qué ocurrirá a continuación, un ansia que no desaparecerá hasta el desenlace, que le dejará el sabor de una sonrisa cómplice prolongada en la memoria. Los buenos narradores saben que el recuerdo de un libro es más poderoso que el libro en sí. Por eso la sonrisa vuelve cada vez que alguien pronuncia de nuevo la fórmula mágica: «Me llamo Iñigo Montoya…».


                                                                                                                                      (Publicado en La Voz de Galicia)