31 enero, 2013

Elliott Erwitt

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 Uno ve las fotos de Elliott Erwitt y enseguida piensa: “Vaya suerte tiene este tipo”. A este respecto, la estadística y la cantidad inmensa de fotos sorprendentes vienen a echarnos una mano. En el fondo del fondo sabemos que la probabilidad de que ocurran casualidades extraordinarias delante de un fotógrafo, a todas horas, todo el tiempo, es escasa. Es imposible que Erwitt (o cualquiera) tenga tanta suerte. Luego es pericia.

 Erwitt no titula las fotos. Escribe el lugar geográfico y el año de disparo. Como diciendo: “Pasé por allí”. Después de ver muchas de sus imágenes me lo imagino con el ojo atento, predispuesto, discreto, siempre concentrado y mimetizado con el entorno. Encontrando gestos, expresiones que parecen casuales sin serlo. Un buscador de perlas que posee una mirada profundamente original.

 Tengo la sensación de que nadie lo ve a él cuando dispara la foto. Se encuentra siempre en el rabillo del ojo del retratado. Allí pasa desapercibido.

 Encuentra el lado bueno de las cosas. No hay guerra, violencia o sufrimiento en sus fotografías. Todo lo contrario. Erwitt ofrece complicidad, risa, diversión, ironía y comparaciones divertidas. Ve el ángulo cómico de objetos, personas o perros graciosos, más bien humanos.

 Un niño de mirada traviesa viaja en bicicleta con su abuelo. Cada uno tiene la gorra al revés. Las dos barras de pan horizontales hacen que los árboles verticales que hay a ambos lados de la carretera sean mejores. Detalles. Un perro que brinca de forma inverosímil. Unos niños sin luz en un callejón inquietante de Katmandú. La ropa tendida en Hoboken. Un pájaro que intenta trabar amistad con un grifo. Un coche que corre paralelo a un tren mientras el pasado y el futuro compiten. Muchas de estas imágenes son maravillosas, la mayoría famosas. Las he dejado en un enlace al final de este post para aquel que desee verlas.

 He decidido comenzar esta entrada con la foto “Wounded Knee, Dakota del Sur, 1969”. A veces, es difícil saber por qué te gusta una imagen en particular. Ingmar Bergman cree que el rostro es un escenario y, a menudo, sus historias transcurren en interiores agobiantes. A mí me gusta cómo rueda los exteriores. Esta foto me recuerda a aquellas películas de Bergman con exteriores nublados donde el sol no parece haber salido nunca.


 Más fotos de Elliot Erwitt --->

27 enero, 2013

L´Enfant



 Vangelis.

 Fragmento de “El año que vivimos peligrosamente”, una historia de amor en víspera revolucionaria. El peor momento para enamorarse. El mejor momento para enamorarse. Embajadas, toques de queda, teletipos, en fin, aventuras periodísticas en un país exótico que vive tiempos convulsos.

 Un enano maestro de marionetas, Sigourney Weaver bajo la lluvia, un corresponsal de poso romántico y una música que eleva la temperatura del asunto son los ingredientes de esta película con uno de esos besos de ataque frontal que empaña el objetivo y encuentra sitio en cualquier antología de la historia del cine que repase este apartado. A veces, los guionistas permiten que los actores dejen de hablar y hagan otras cosas con la boca.

 Peter Weir rueda una película que nació clásica, como venida de otra época, con un pulso narrativo que te agarra del cuello y no te suelta. Maurice Jarre firma la banda sonora, sin embargo, el tema del vídeo fue un añadido del director y pertenece a un disco de Vangelis titulado “Opera Sauvage”.

 Música e imágenes pegan tan bien que uno llega a pensar que fue el tema de Vangelis el que escogió película.

20 enero, 2013

Speak no evil



 Wayne Shorter.

 De pequeño, yo era uno de esos niños de merienda a contrapelo. Siempre estaba muy ocupado. Cuando me llamaban para recoger el bocadillo, una perra de mi abuela (Pastora) consideraba que también la llamaban a ella. Tan pronto empezaba a comerlo, la perra se sentaba delante de mí, quieta, mirando al bocadillo con una atención sobrehumana. De vez en cuando, le tiraba un trozo de pan. Tras atraparlo en el aire, retomaba su concentración de esfinge. Por aquel entonces, yo no sabía que estaba utilizando elaboradas tácticas de marketing televisivo al jugar con las migajas de mi bocadillo. Crear expectativas, solo eso.

 Oprah Winfrey ha seguido al dedillo mi método del bocata. Ha ido exprimiendo la naranja hasta que no ha quedado una sola gota de zumo. El mérito es aún mayor si tenemos en cuenta que sabíamos el final de la película. Un consejo, señora Winfrey: nunca se despiste. Una vez, la perra de mi abuela logró robarme un bocadillo entero, pero eso ya es otra historia. Ante la rentabilidad del ambiguo arrepentimiento de Lance Armstrong, la Santa Sede debería pensar en eliminar el secreto de confesión. Un amigo mío sostiene que colocando una cámara en los confesionarios se podría hacer un gran reality. No lo creo. Descubriríamos que la gente, a lo sumo, tiene pecadillos devaluados. Los tíos con pecados interesantes no confiesan.

 A otra cosa. O quizá la misma. Una de las mayores fantasías de los investigadores policiales en cualquier asunto es la implicación de una ex mujer cabreada que lo suelte todo. La posibilidad de que Bárcenas  pueda ser la ex mujer cabreada del PP debe de quitar el sueño a muchos ingenuos. Pese a todas las expectativas, aquí ocurre lo mismo que con Armstrong: ya conocemos el desenlace.

 Esperanza Aguirre se presenta ahora como adalid de la transparencia política y nadie se asombra. Ya estamos vacunados contra el delirio. Uno sabe cómo están los tiempos por la categoría de los presuntos salvadores del mundo que salen al paso.

  Poco falta para que Hannnibal Lecter abra un bar de tapas.

16 enero, 2013

Ser o no ser

 Uno de los mejores repartos de la historia del cine, capaz de convertir la retranca, la astucia, incluso una perilla, en un modo de sobrevivir. El último gran trabajo de Carole Lombard que, tras terminar la película, murió en un accidente de aviación. Filmada por un tipo capaz de convertir los diálogos en regates. Ser o no ser. Ernst Lubitsch. 1942.

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 Mientras Hitler invade Polonia y destruye todo a su paso, los actores de reparto de un pequeño teatro de Varsovia ofrecen sus mejores papeles en el mundo real. Dejan de representar "Hamlet" debido a la guerra y se involucran por azar en un enredo de espionaje que traslada la simulación de la farándula a una realidad en la que la Gestapo es la protagonista. Se convierten en rebeldes que rechazan al invasor con su mejor herramienta: la actuación.

 Ernst Lubitsch dirige esta película con un guión asombroso y tan sobrado de ingenio que convierte los dobles sentidos en triples. La ironía tiene aquí una pelea deliciosa con el sobreentendido. Repletas de giros impensables e impredecibles, todas las escenas descolocan por igual a personajes y espectadores. Es alucinante ver cómo Shakespeare puede servir para derrotar y, sobre todo, ridiculizar a Hitler, o cómo un monólogo de Hamlet puede ser una llamada al amor o a la infidelidad. Una famosa sentencia afirma que Lubitsch consigue más con una puerta cerrada que la mayoría de los directores con una bragueta abierta. Su estilo narrativo consiste en eliminar las escenas presuntamente importantes, obligando al espectador a participar y deducir lo que se le oculta. Convierte en elocuente precisamente lo que escamotea. El espectador rellena esos huecos con su imaginación: crea lo que no ve. De ahí nace la maestría endiablada de Lubitsch a la hora de convertir al público en cómplice.

 Severamente criticado por hacer su película durante el meollo de la Segunda Guerra Mundial, rodó "Ser o no ser", una burla absoluta del nazismo, para demostrarnos que el humor es una forma de resistencia. Fue tachado de oportunista por atreverse a filmar semejante sátira en caliente, pero el tiempo, que da y quita razones, dice que es una de las mejores comedias de todos los tiempos. Lo que parecía ser una película de urgencia se ha convertido en una película de vigencia. No hay arma como el humor, una de las escasas maneras de proclamar que no le tenemos miedo al miedo. Ernst Lubitsch sabía que no se puede, no se debe, menospreciar una carcajada.


                                                                                                                                          (Publicado en La Voz de Galicia)

13 enero, 2013

Nero



 Two steps from hell. Música perteneciente al trailer de la nueva versión cinematográfica de “Anna Karenina”. En breve, aterriza en las pantallas españolas.

 Estamos en época de desembarco. Spielberg, Tarantino, Kathryn Bigelow, todas las producciones de mucho dispendio se apresuran a disputar su puesto en la casilla de salida por si alguien les regala un oscar que signifique un suplemento en la taquilla. Ya no son estrenos esperados, son acontecimientos mediáticos. Pelotazos de marketing que se encargan de aturdir al espectador y persuadirlo de que solo merece la pena pagar una entrada de cine cuando haya un gran espectáculo, entendido como ruido, pirotecnia y larga, muy larga duración.

 El peso que tenía el cine en nuestra vida ha disminuido de forma total, cada vez tiene menos relevancia. Hubo una época en la que ocupaba un lugar importante en la cultura y el pensamiento. El estreno de una película de Bergman, Godard o Antonioni provocaba tertulias superlativas entre pensadores. “Los Olvidados” de Buñuel, además de un escándalo, fue objeto de debate y logró convertirse en un acontecimiento social e intelectual en su momento.

 Ahora todo es declive. El cine ya no posee el influjo que tenía en generaciones anteriores. Ha ido desplazándose de su lugar dominante y ya se encuentra en la periferia. No es el centro de todo sino una gota más del tinglado audiovisual dominado por pantallas, teléfonos, invasión publicitaria e Internet. Nadie queda marcado por el recuerdo de una frase o por el impacto de una película. Los cineastas se adaptan y aprenden a convivir con la inmediatez y la escasez de sustancia, saben que lo que hacen no tiene la trascendencia de antaño.

 Todo esto no es nuevo. La literatura también tiene su historia de migraciones al arrabal. La poesía, ahora marginada, tuvo sus épocas de gloria y ocupó un lugar central en algunas décadas del siglo pasado. Los intelectuales han dejado de ser gurús del pensamiento. No son guías para nadie. Es posible que al cine le ocurra lo mismo, tendrá que acostumbrarse a un piso más pequeño, menos ostentoso, poco influyente pero digno, y así puede que tenga futuro. Su antiguo lugar está finiquitado.

 La forma de disfrute del cine también está cambiando. Ya no se disfruta colectivamente en una sala, sino individualmente en el salón de casa. Antes ir al cine era una liturgia, era como ir a misa. Una ceremonia oscura donde mirabas a una pantalla con luz. Ahora esa pantalla se encuentra en nuestras casas y las películas se ven mientras alguien cocina, hace pis o contesta el Twitter.

 El cine ya solo es un eco del mundo en el que vivimos, donde hemos cambiado, con gran despreocupación, el pensamiento por el entretenimiento. La gente que disfruta del buen cine, aquellos que pretenden una buena historia bien contada, se han convertido en pescadores. Se acabaron las redes de arrastre, cada uno utiliza su caña de pescar y pasea con gran paciencia por la ribera del río hasta que, muy de vez en cuando y con síndrome de abstinencia, pesca una gran trucha.

10 enero, 2013

Election

 Pequeña historia de terror para profesores, para los demás, comedia negra. Election. Alexander Payne. 1999. Con el tono de una amonestación de la biblia, esta película hace la siguiente advertencia: «Tened cuidado con esos alumnos que siempre levantan la mano de primeros»

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 Jim McAllister nació pisando una mierda de perro. Cumple todas las normas, posee elevados ideales y ha sido elegido tres veces profesor del año en su instituto. Como si unos dioses crueles jugasen a la petanca con su destino, se convierte en el responsable de las elecciones al consejo escolar y se topa con un ser implacable: Tracy Flick, una alumna dotada de un talento único para la autopropulsión y principal candidata a presidenta del consejo. Ambiciosa, manipuladora y de piedad desechable, divide el mundo entre los que crean su propia suerte y los demás. Su ansia por ganar excita su rapacidad innata y convierte la película en una explicación de por qué los grandes depredadores presiden la cadena alimentaria: no son mejores, solo son más voraces.

 Las buenas comedias siempre han utilizado la risa, que es de buen predisponer y todo lo perdona, como disfraz para ejercer una crítica de las costumbres, los prejuicios, las apariencias o la sociedad de su tiempo. Rafael Azcona fue profesor silencioso de lo anterior. Observador agudo, con la precisión y la escasez de adorno de quien trasplanta un órgano firmaba guiones que hablaban de las pequeñas miserias y cobardías humanas de la España que le tocó vivir. Te ponía delante del espejo. Ante situaciones que maldita la gracia, pero te hacía reír. Salvando las distancias azconianas, que son mucho salvar, el humor de Election nace de un proceso parecido.

 Alexander Payne dirige esta comedia cargada de vitriolo con la distancia despiadada del entomólogo. Más que describir, disecciona a sus personajes, les pincha las entrañas con un alfiler. Propina una bofetada a la autocomplacencia del sueño americano y sus recetas de felicidad falsa, con su gente anodina, sus centros comerciales, sus jefas de animadoras, el líder borrego del equipo de fútbol y un instituto repleto de alumnos que explican los adultos que serán después. Payne hace un relato del ser humano a ras de suelo. Nos muestra un catálogo de seres mediocres sobrados de soledad que, en su afán de buscar queso gratis, entran en todas las ratoneras.


                                                                                                                                          (Publicado en La Voz de Galicia)

06 enero, 2013

I can see clearly now



 El 2013 lleva seis días en vigor y ya me han estafado. Esta semana he ido a renovar el carné de conducir. Al entrar en el psicotécnico encontré a una de esas señoras parapetadas tras un presunto mostrador aséptico y que solo permiten a su cabeza asomar por la trinchera. Un segundo y ya están metiendo tus datos en un ordenador. Encima del mostrador reposaba la mitad del cuerpo de otro presunto que supongo médico aunque nunca llegué a saberlo con exactitud, un tipo de aspecto abesugado que, viendo la cara de la tecleadora, estaba diciendo cosas a punto de ser graciosas.

 El presunto médico abesugado me condujo al despacho de enfrente, que resultó ser una consulta con bastante atrezzo poco usado. Me puso uno de esos velcros que miden la tensión a través del brazo de un ser humano y, armado de un papel y un boli bic, me hizo una pregunta de mucha enjundia: ¿Hay algo que deba saber? Siempre me fascina la gente que despeja el universo que hay a su alrededor con una simple pregunta que lo aclara todo. Tras mirar a la máquina de la tensión por si era un polígrafo –tengo la extraña afición de sospechar de todo, el miedo hace que uno viva más tiempo- decidí responder la verdad: “No”. La gente que va a renovar un documento no quiere analíticas engorrosas. Los fulanos de la consulta tampoco ven necesario hacer su trabajo. Sería malo para el negocio. Una voz misteriosa que dijese: “oye, que ahí te examinan de verdad” sembraría el terror en un barrio de psicotécnicos.

 Tras leer unas letras con un ojo tapado y seis minutos después de haber entrado por la puerta, me encontraba de nuevo ante el mostrador aséptico. Mis cavilaciones son interrumpidas por la tecleadora que, sin mirarme a los ojos en ningún momento, hace un uso espléndido del gerundio: “Le voy cobrando”. Es una profesional. Son 45 euros por el paripé y 23 euros de tasas de tráfico. He buscado “tasa” en el diccionario: Tributo que se impone al disfrute de ciertos servicios o al ejercicio de ciertas actividades.

 De vuelta a la realidad, te das cuenta de que has envejecido un poco. También te descubres con 68 euros menos. Un pormenor. A cambio, eres el poseedor de una fotocopia (justificante) y un trozo de plástico de 5x8 cm: tu nuevo carné de conducir. La burocracia actual sería capaz de chulear al agente de la Continental de Dashiell Hammett.

 Por eso estoy en condiciones de entender al pobre Gérard Depardieu, él cree que le van a llevar a un psicotécnico muy doloroso. Tengo un mensaje: “No es para tanto, Gérard. Solo son 68 euros”. Debido a la alta proliferación de tipos que gustan del dinero no declarado y ante el temor de que los muy ricos vayan a Rusia a conducir con Depardieu, en España no es necesario que suban los impuestos a los pudientes, solo hace falta que paguen las “tasas” que ya hay.

 Hacia el final de la semana apareció otra de esas cuestiones que se presentan sin avisar en la huerta de mi padre. Se trataba de decidir si se abona con estiércol de conejo, de cerdo o de vaca. No es una cuestión baladí, cualquier experto lo confirmará. Ante esta duda, capaz de abrumar al propio Hamlet, decidí poner la pasta encima de la mesa y contratar a un experto en excrementos. Un asesor de confianza, vamos. Fue así como me puse en contacto con Rodrigo Rato pero me dijo que él no trabajaba ese género. Prefirió Telefónica.

 Y esto es lo que tenía que decir sobre los Reyes Magos.

03 enero, 2013

In the loop

 Un guión vertiginoso, feroz y escaso de clemencia. Una montaña rusa de situaciones políticas insensatas pero verosímiles. In the loop. Armando Iannucci. 2009. 

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 Nadie lo diría, pero Simon Foster, ministro de desarrollo internacional del Reino Unido, es el espermatozoide más listo de su padre. Ávido por lucirse en las entrevistas, es uno de esos políticos que le dan escaso valor al silencio y se convierten en metepatas congénitos. En vísperas de una guerra hace unas declaraciones desafortunadas y se le echa encima Malcolm Tucker, jefe de prensa del primer ministro y experto en vejaciones y humillaciones verbales: un tipo brillante, egocéntrico y en un estado de cabreo perpetuo que lo asemeja al perro guardián de un desguace. Gracias a sus dotes de embaucador convence a Foster de que es un Kennedy de la alta política y se lo lleva a una gira de despachos, de Downing Street a la ONU, pasando por la Casa Blanca, en la que el ministro lechuguino y sus asesores pardillos muestran la política internacional como un juego reservado a los simios.

 Armando Iannucci dirige esta historia, una especie de versión palurda de "El ala oeste de la Casa Blanca", huérfana de la heroicidad patriotera de la serie y dueña de una visión tan disparatada de la política anglo-americana que es muy posible que se acerque a la realidad. Iannucci fabrica una sátira ingeniosa y efectiva que describe el mundo político como un escenario de trampeos cutres poblado por directores de comunicación, diplomáticos, reidores de chistes malos y asesores de palmada veloz en espalda ajena que convierten cualquier reunión en un patio de recreo para cretinos y cuya única preocupación es hacer carrera. Un estercolero repleto de seres menores preocupados por el eufemismo o la creación de la metáfora definitiva. Sólo hay un elemento en el que el guión de "In the loop" se aleja de la realidad: el uso notable y estimulante de la ironía, una figura retórica desaparecida de la política actual. El miedo atroz a que algo se malinterprete provoca que los políticos se anuden los zapatos el uno contra el otro: manejar la ironía requiere destreza, descaro, incluso una gota de valentía. En ese terreno se mueve la película, el de la carcajada incorrectamente política.


                                                                                                                                           (Publicado en La Voz de Galicia)