23 diciembre, 2012

Ella y yo



 Silvia Pérez Cruz pone la voz, Javier Colina toca el contrabajo.

 Una saeta que interpreta en la película “Blancanieves” ha hecho que el foco apunte hacia ella y, de paso, que muchos abran los ojos. Las audiencias se relamen ante los actos de canibalismo de un David Bisbal que ha pasado de concursante a juez que rige el destino momentáneo de un cantante aspirante en ese programa estrella de la temporada denominado “La Voz”. En unos tiempos donde la venta de mercancía televisiva se disfraza de concurso de talento, Silvia Pérez Cruz es la demostración de que existe otra forma de hacer, que uno puede simplemente trabajar y alejarse de lo anterior.

 Siempre con vestido largo y melena generosa, cuentan que nada más llegar a un sitio nuevo a cantar se pone a buscar un futbolín, para ella, el método más divertido de desahogo. Solo los practicantes de este deporte lo entenderán.

 Los flamencos le dicen que “canta por derecho”, lo que suena a piropo infinito. Parece que se divierte cantando. El mejor momento del vídeo viene al final, cuando una mano se posa sobre un hombro.

20 diciembre, 2012

El hombre tranquilo

 Si uno tuviese que definir sus puntos cardinales cinematográficos, estos serían los míos: Al norte estaría Hitchcock, la técnica. Limitaría por el este con Billy Wilder, la inteligencia, la agudeza, el ojo. En el sur colocaría a Howard Hawks, el oficio, la aventura. El oeste tiene un inquilino permanente, John Ford, el corazón, el sentimiento, el tipo de los espacios abiertos que retrata gente que mira al horizonte. Hoy viene de visita. Un tren llega a una estación y comienza El hombre tranquilo. John Ford. 1952.

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 Hay una vieja anécdota acerca de una señora irlandesa que había emigrado a los EE.UU. y una y otra vez, en su barrio, iba a ver "El hombre tranquilo". Le preguntaron el porqué de la insistencia, si no se cansaba de ver lo mismo un montón de veces, y la señora, extrañada, respondió: <<Pero hombre, ¿como se va a cansar una de ver gente conocida?>>. Además de un elogio, esta frase es un resumen preciso del filme: un canto sobre la buena gente y la prueba irrefutable de que si alguien quiere convertir en universal un relato debe contar cosas de su pueblo.

 La película narra la historia de amor entre Sean Thornton, de regreso al hogar en el que nació, y Mary Kate Danaher, pelirroja belicosa residente en Innisfree, una pequeña región de costumbres pintorescas y extraños rituales de cortejo. A ser novios aprenden gracias al oficio de Micheleen Flynn, un casamentero beodo al que uno podría confiarle su vida, pero jamás su cartera. Este casamentero está interpretado por Barry Fitzgerald, siempre con la boca seca y listo para robarle la película al resto del reparto. Su actuación es simplemente apabullante. Cuentan que durante el rodaje por fin llegó el tendido eléctrico al pueblo de Cork, sitio de hospedaje de una gran parte del equipo técnico. Enseguida se montó una fiesta en la plaza. Cuando supieron que había que pagar el suministro de la corriente, los habitantes dijeron: “Llévensela. No nos hace falta”. Ese es el espíritu que habita esta película y su vehículo es la garganta de Barry Fitzgerald.

 John Ford dirige esta fábula dotada de un mecanismo que genera alegría de forma imparable. Una de esas películas que, para nuestra desgracia, en escasas ocasiones produce el cine. Con una cámara que escarba como una raíz, Ford captura la tradición oral, el poso y el misterio de un país antiguo: Irlanda. Inventa un pueblo parado en el tiempo, en el que los trenes nunca son puntuales y el objeto más preciado puede ser una caña de pescar. Un territorio con truchas legendarias, párrocos que ayudan a la competencia, caballos que se detienen solos en la entrada de la taberna y en el que las trifulcas a puñetazos son siempre más importantes que el hecho de ganarlas. Un lugar en el que uno querría vivir, apartado de las urgencias del mundo y con su propio sentido íntimo de la vida. Aquí se producen besos con viento huracanado y siempre llueve cuando la situación lo requiere. Un pesimista diría que Innisfree es demasiado optimista. Un optimista cogería el primer vuelo a Irlanda. Un realista nunca podría encontrar este lugar.

 Hay películas que se disfrutan más a una cierta edad, en un momento determinado del año, o dependiendo del estado de ánimo que a uno le alumbre. "El hombre tranquilo" no es de esas películas. El mejor momento para verla es siempre.

16 diciembre, 2012

Killing me softly



 Roberta Flack.

 A pesar de ser un fenómeno en exportación, Estados Unidos tiene el patrimonio de las masacres espeluznantes y cotidianas. Hace menos de seis meses un fulano mató a doce personas en el estreno de Batman. Un tipo entró armado hasta los dientes en una sala de cine y a nadie le resultó raro, las víctimas creyeron que formaba parte del show. Todo un detalle.

 Siempre que ocurre una de estas matanzas sociales, se pone en marcha un mecanismo viejo de negación del horror. Nadie quiere mirar a los ojos de la bestia. Es preferible pontificar acerca de las armas o decir que Breivik no estaba loco, que tenía unas razones muy arias y tal.

 Mejor obviar que existe una trastienda de tipos ansiosos por aniquilar y que viven en una sociedad en la que no encuentran el botón de “me gusta” por ninguna parte. Acabarán con una etiqueta que quede chula en las ruedas de prensa, tipo “terrorismo social” y situados en el eje del mal.

 Nadie se ocupa del odio, a menudo difícil de detectar. El asunto es pasar página hasta la siguiente pantalla del videojuego. Montar un debate acerca de la cantidad de armas que tienen los americanos (que son muchas) y repetir lo mismo en un corta-pega eterno.

 Seguro que todos recordáis a Travis Bickle el protagonista de “Taxi Driver”. Lo que veía a su alrededor le asqueaba. Miraba el mundo a través de un retrovisor y conducía un taxi que atravesaba las alcantarillas humeantes como si viniese del infierno. Y venía. Travis no mataba por el hecho de tener una pistola muy grande. Tampoco por existir alguien dispuesto a vendérsela.

09 diciembre, 2012

Take five



 Dave Brubeck y su cuarteto.

 Por razones obituarias, esta semana viene de visita. Y me callo, que la armonía de este señor suena mucho mejor que mi forma de juntar las letras.

06 diciembre, 2012

O Brother

 La comedia de hoy fue una de las primeras películas en usar el etalonaje digital en todo su metraje. La invasión de películas con cara de plástico que vino después nos ha demostrado que en pocas ocasiones lo digital procura alegrías así. Los amarillos, ocres y marrones extraídos de una computadora son idóneos para esta historia de Mississippi, folklore, grupos de blues improvisados y John Goodman. O Brother. Joel & Ethan Coen. 2000.

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 Tres prisioneros se escapan de un campo de trabajos forzados en el viejo sur americano durante la Gran Depresión. George Clooney, único heredero de la sonrisa de embaucador de Cary Grant, interpreta al líder de este grupo de palurdos. Posee el don de la labia. Siempre tiene una argucia en la punta de la lengua que le permite escapar de las pruebas a las que lo somete el destino. Su regreso a casa es una enumeración de aventuras absurdas claramente inspiradas en los sucesos narrados en “La Odisea”.

 Joel y Ethan Coen dirigen esta comedia atravesada a partes iguales por una ironía exquisita y una música maravillosa. En su relectura de Homero hay oráculos en vagoneta, bautismos de río, guitarristas que han vendido su alma al diablo, ladrones de bancos que odian a las vacas, sirenas que lavan la ropa en el río y cíclopes estafadores. Los Coen nos ofrecen otra de sus historias excéntricas, presentando a personajes tontos cuyos planes se desbaratan una y otra vez. Nada en su cine ocurre como estaba previsto. Fabrican una película que es una acumulación ordenada de gags, con un guión que ejerce de hilo de unión de todas las perlas del collar con una maestría y un ritmo aplastantes.

 Parece que con su pinta de sabios distraídos los Coen existen para poner en entredicho esa teoría del autor único y grandioso que tanto daño le ha hecho al cine. Uno comienza una frase y el otro la termina, se complementan. Su equipo habitual afirma que trabajan en armonía absoluta.

 Críticos despiadados de esa cosa indulgente llamada American way of life, a menudo retratan su país como una pandilla de bobos atontados por la televisión. Durante muchos años fueron los abanderados del cine posmoderno. Hartos de esa etiqueta, han emprendido un viaje hacia el clasicismo narrativo que todavía continúa. Sólo hay que ver sus últimas películas, de una sobriedad sorprendente. Estos dos tipos salidos de los márgenes de la industria están dejando atrás la desmesura sin dejar por ello de ser iconoclastas. Mejor aún, parece que se divierten rodando historias. Da la sensación de que poseen la extraordinaria virtud de no tomarse en serio.

03 diciembre, 2012

Two for the road



 Henry Mancini.

 La canción del domingo ha pegado un brinco y ha caído en lunes. Pertenece a la banda sonora de "Dos en la carretera" una historia de jersey rojo y viajes en el tiempo. Con algunos vestuarios sofisticados y otros que solo la belleza indestructible de Audrey Hepburn podría soportar, la película enciende la máquina de rayos X y le hace placas al tiempo de un matrimonio. Pasado, presente y futuro van pasando ante nosotros por turnos, haciendo una comparación dolorosa entre lo que fue y ya no es.

 "Dos en la carretera" es una magdalena de Proust. De forma paralela a la película, el espectador hace de manera inconsciente una revisión de su pasado. Todo el mundo acaba reconociéndose en unos personajes que al principio eran capaces de disfrutar con una manzana y al final son incapaces de ilusionarse con un Porsche. Una vez Picasso pintó un retrato de Gertrude Stein. Cuando terminó su trabajo, ella le dijo: "Ese cuadro no se parece a mí". Picasso respondió: "No se preocupe, ya se parecerá usted al cuadro".

 Audrey Hepburn y Albert Finney son cualquiera. "¿Qué clase de personas se sientan en un restaurante y no se dicen nada?" pregunta ella. "Los matrimonios" responde él. Película sobre el desgaste del tiempo pero también sobre la plenitud, la alegría y la amargura de su transcurrir.

 Uno hace promesas y luego está el tiempo.