06 diciembre, 2010

Walker Evans

 Todavía no se había generalizado el uso médico de los rayos X cuando Walker Evans ya hacía radiografías. Sin querer, o queriéndolo, el tiempo lo ha convertido en uno de los grandes exponentes de la fotografía del paisaje cultural americano. La arquitectura, el nuevo paisaje industrial, la Gran Depresión, el campo, la ciudad, la segregación racial, la experiencia urbana… acaban formando parte del retrato colectivo y anónimo que hace este fotógrafo de la sociedad de su tiempo. El resultado de su obra, vista ahora con distancia, es la radiografía asombrosa de un territorio, América. No sabes cómo… pero lo hizo.

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 Retrató desde la humilde vivienda de una familia minera hasta los rótulos de una tintorería o las señales de tráfico. Supo atrapar como nadie esos detalles que suelen pasar inadvertidos para la mayoría, pero que definen de forma exacta la América de la época que le tocó vivir. Se fija en las cosas escondidas que tenemos delante de nuestros ojos, a simple vista, cosas a las que los demás no prestamos atención o se nos escapan por el rabillo del ojo.
Huye de lo “artístico” y lo “comercial”, desprecia la fotografía de naturaleza y paisajes, sólo muestra interés por los rostros humanos y por todo aquello que tenga que ver con la mano del hombre. Rechazó el retrato hecho en estudio (en esa época, bastante estereotipado y artificial), le gustaba retratar los rostros de sujetos desconocidos, casi siempre gente con la mirada perdida. Muchos interiores vacíos fotografiados por Walker Evans, en el fondo, son también retratos de las personas que habitan en ese espacio.

 Esta forma de entender la fotografía, lo convirtió en un fotógrafo itinerante, urbano, observador atento de ciudades (Nueva York, La Habana, Nueva Orleáns, Chicago, Detroit) defendiendo, mediante sus imágenes, el uso testimonial de la fotografía ante la realidad, es decir, su carácter documental.
Sus fotos tienen el punto de vista del caminante, algo así como si el que dispara fotos fuese un testigo imparcial de su tiempo o pretendiese captar una “huella de la realidad” mientras va paseando por la calle. Le interesaba la descripción limpia de lo cotidiano, extirpando cualquier afán de esteticismo en todas sus imágenes que, quizá por esa simplicidad, esa inmediatez o esa forma de ir al grano, poseen una energía, una pureza y una claridad que parece tener su origen en la ausencia bastante evidente de pretensiones artísticas. Sin duda, era enemigo del adorno superfluo. Todas sus fotografías de lo cotidiano poseen belleza, pero también miseria y, algunas, una extraña tristeza.

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 Entre 1935 y 1938 se incorpora a la Farm Security Administration (FSA), un programa impulsado por el presidente Roosevelt en apoyo de la población rural, castigada por la Gran Depresión económica del 29. Su objetivo era mostrar la pobreza extrema de la América rural del sur y el oeste del país a los ciudadanos de la América urbana del norte y el este, para que estos no sólo se sintieran unos privilegiados, sino que se convencieran de lo necesario de apoquinar sus impuestos.

 Querían imágenes genéricas, sentimentales, políticas y cercanas a la propaganda (buscan convencer). Walker Evans, siempre alejado de cualquier compromiso político, rechaza el trabajo de propaganda ideológica característico de la FSA y aprovecha las ventajas materiales (desplazamientos, etc) para hacer trabajos de mayor libertad creativa (algo que no gustó en la FSA). Evans creía que sus imágenes eran documentos, no propaganda. Sus fotos eran frías, distantes, con una denuncia evidente pero sin lugares comunes o concesiones al sentimentalismo. El jefe de la FSA perdía la paciencia con él, incluso le dictaban las escenas que debía fotografiar y le ordenaban que trajese el mayor número posible de fotos en ellas. Como respuesta trajo la mayor escasez productiva de todos los fotógrafos de la FSA. Cuando le despidieron por ser “insuficientemente político”, pronunció una de esas frases en las que se desconoce su grado de realidad o invención (que más da), dijo: “fotografié mi propio despido”.
De alguna manera, era cierto.

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 Sus fotos de este período suponen el nacimiento de un nuevo género fotográfico, el del viaje por caminos en fuga hacia ninguna parte, viajes que inspirarían más tarde a Robert Frank. Evans recorre las venas de América, viajando por el flujo sanguíneo hacia las heridas, pasando por los sitios donde se escapaba la sangre de los desfavorecidos de América, aquellos para los que el sueño americano había pasado de largo, expulsándolos hacia la cuneta del camino.
A su vuelta, trae un puñado de imágenes que son un estudio profundo del país, de sus modos y condiciones de vida, imágenes que nos muestran la trastienda del “american way of life” y que se convertirían en iconos referenciales del siglo XX. Junto con Dorothea Lange, arrancó fotografías que se convirtieron en símbolos del mundo moderno (la serie de los aparceros de Alabama), llegas al punto de dudar si Evans fue el primero que descubrió y se fijó en ese mundo o si fue él realmente quien lo inventó.

 Cuando, hoy en día, vemos películas ambientadas en la época de la Gran Depresión, parece que estás asistiendo a una galería fotográfica de Walker Evans y algunos otros fotógrafos. El vigor de esas imágenes es tal que ya pertenecen al subconsciente colectivo, si esas películas son en blanco y negro (Las uvas de la ira, La ruta del tabaco) la simbiosis es total.
Que los cineastas elijan las imágenes de Walker Evans a la hora de recrear esos ambientes de otra época es una prueba de que esas fotos han superado el duro examen del paso del tiempo y se mantienen modernas y frescas como una trucha de arroyo de montaña. Ahora que estamos inmersos en otra Gran Depresión de enormes proporciones, los medios de comunicación vuelven una y otra vez a las imágenes que crearon estos fotógrafos “recorredores” de los caminos de América, subrayando su enorme modernidad. De hecho, entre esas fotos y las de las zonas deprimidas de la actualidad, hay una asombrosa distancia corta.

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 Del 45 al 65 se incorpora a la revista “Fortune” y se convierte en colaborador habitual, elige libremente los temas de sus trabajos y controla toda su publicación (él mismo escribe los textos de acompañamiento). Pero donde Evans dará un giro a la fotografía de su época es en la forma de entender el libro fotográfico. Su asociación con el escritor James Agee produjo uno de los libros de culto que funden la literatura con la fotografía de forma notable: Let´s now praise famous men (Elogiemos ahora a hombres famosos. 1941). Libro por excelencia sobre la Gran Depresión, que trata las vidas de tres familias de granjeros de Alabama.

 Más abajo dejaré un enlace para que, a aquellos que les apetezca, echen una ojeada a algunas fotos más de Walker Evans. Haciendo un repaso visual a todas sus imágenes, vemos que tenía una extraña fijación por los caminos en fuga hacia el fondo de la imagen, así como un gusto total por la frontalidad, tanto en los retratos como en los exteriores y las fachadas de las casas.
Los símbolos también fascinaron a Evans, sus fotografías están llenas de anuncios promocionales, carteles, posters cinematográficos, portadas de revistas o algún tipo de expresión gráfica. Hacia el final de su vida se aficionó a la manifestación espontánea y a la rapidez que le aportaba la fotografía polaroid. Sus polaroids, además de enseñarnos señales de tráfico, graffitis o retratos, también nos “revelaron” su gusto por el color.

 No está nada mal para un tipo que empezó teniendo aspiraciones literarias y acabó contando sus historias a través de imágenes que ya son un referente icónico de las fotografías del siglo XX.

                     Más fotos de Walker Evans -->

30 octubre, 2010

Lost in translation

 Hace unas semanas le dieron un premio en Venecia a la última película de Sofía Coppola. Cuando lo leí en la prensa (sí, soy uno de esos masoquistas que todavía leen gacetillas), recordé una película suya de hace unos pocos años donde dos personas paseaban su soledad por una ciudad y, sobre todo, por un hotel. Uno de esos hoteles (el Park Hyatt de Tokio) que, en las películas, sirven como excusa para hacer comedias maravillosas (Avanti, Que me pasa doctor, Charada) o para hacer que dos personas se conozcan en esos pasillos donde la soledad tiene una habitación contigua. Los guionistas, conscientes de que un hotel es un sitio lleno de gente de paso, solitaria y, a veces, vulnerable, acuden a menudo a estos paisajes cuando quieren construir la típica historia de dos extraños que se conocen.

 Haciendo gala de mi incapacidad neuronal para conectar con la actualidad, no voy a traer a este refugio intrascendente la película que está a punto de estrenar la hija de Francis –viticultor de raza- Coppola sino Lost in translation. Sofía Coppola. 2004. Una historia de amor entre una ciudad y dos personas que hacen un paréntesis en sus vidas.

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 La película arranca con un actor al que llevan en coche a su hotel. Ha venido a Tokio para hacer un spot y va mirando por la ventanilla. Es curioso, porque es una secuencia que mezcla la película con la vida real. Ese mundo donde a los actores los transportan en coche como a niños y llegan a los sitios mirando a través de la ventanilla como si fuesen dentro de una jaula de cristal. De lujo, eso sí. Y para mimarlos, por supuesto. Nadie necesita tantos mimos como alguien que gana 15 millones de dólares.
A través de esa ventanilla descubrimos un marco maravilloso, Tokio, el personaje principal de la película. Un Tokio de neones, urbano, seguramente irreal.

 Bill Murray viene unos días a Japón para hacer un anuncio y descansar de su mujer. Descansar de su vida. Gana dos millones de dólares por una publicidad que no quiere hacer a cambio de renunciar a una obra de teatro que sí quiere hacer. Algunas personas a esto lo llaman madurar. Estas personas, auténticas defensoras de la maduración personal a través de la renuncia, suelen preferir, curiosamente, que los que maduren sean otros.

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 Una chica está en ese mismo hotel acompañando a su marido fotógrafo, el cual tiene un grado de estupidez tan descomunal que siempre la deja sola. Como no puede ser de otra manera, el actor y ella se conocen. Es la historia de un chico que conoce a una chica. Y, sin que parezca que pase nada, ocurre de todo.
La chica es Scarlett Johansson cuando aun era humana. Ahora es una diosa, oxigenada, deseada por todos los humanos y aún más, si cabe, por todas las compañías publicitarias del planeta.

 Pues esta chica -aunque parezca mentira- se siente sola y no sabe que hacer con su vida. Esta en otra onda con respecto al marido y sus amigos, no los entiende. Siente que esta demás y se da cuenta de que se puede estar sola rodeada de gente. Hay unos planos maravillosos en los grandes ventanales de su habitación, donde la vemos a ella mirando la ciudad, inmensa.
No se puede explicar mejor la soledad con tan poco.
Estas dos personas, que no entienden nada de lo que ocurre a su alrededor, sea por el idioma o sea por lo que sea, cuando acaba el día vuelven al único sitio donde se sienten a gusto. El bar, la noche. Y se encuentran... y conectan.

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 Es una de esas raras historias donde los diálogos suenan a verdad, donde las miradas son más importantes que las sonrisas y donde los silencios son más importantes que las palabras. En pocas películas pasan cosas tan interesantes en una cama sin que haya sexo de por medio.
Todo se rodó con un equipo mínimo para este tipo de producciones y con una forma de contar donde, a veces, tienes la sensación de que les roban los planos a los actores, logrando eso tan difícil de que no parezca que hay un rodaje detrás.

 Sofía Coppola aprovecha para meter sus recuerdos de los rodajes que ha hecho con su padre por todo el mundo. Un buen ejemplo son las apariciones de esa actriz que esta retratada, de forma caricaturesca, como una gilipollas. No hay más que apretar el botón de entrevistas en cualquier dvd para escuchar lo que dicen los actores de sus compañeros: que si tenemos muchas cosas en común, que si los dos tenemos perro, que si a los dos nos gusta la comida mejicana, que si nos llevamos supermegaguay...
Muchos de los actores que responden a este patrón y que viven en una promoción eterna y permanente de sus proyectos, tienen una competición encarnizada por ver quien dice la estupidez más absurda. Junto con los políticos, claro. Han hecho de esto una forma de vida, un arte, y por ello es justo que reciban a cambio muchísima pasta.
A alguien se le puede pasar por la cabeza que esto es envidia, ese alguien estaría totalmente en lo cierto. Yo me paso la vida diciendo estupideces y nadie me paga.

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 Algunas secuencias describen mundos enteros con cuatro pinceladas. Hay una escena que es una parodia del mundo de la publicidad de altos vuelos donde están todas sus características esenciales, parafernalia técnica que impresione, una mesa con cuatro ejecutivos superserios que controlan todo pero no se enteran de nada, director vendemotos con todo el atrezzo de director supercool y montando el típico numerito, técnicos atareados haciendo que hacen...
Otra escena hace escarnio del mundo de la cutre-televisión, Bill Murray asiste a un programa de entrevistas donde el presentador, al que parece que le han introducido una guindilla bajo las uñas de los pies, es una especie de homólogo japonés de Johnny Carson o de Boris Izaguirre (en la época que gritaba, estiraba las vocales hasta el paroxismo y nos regalaba múltiples bajadas de pantalones a diario. Ahora es un tipo serio). Muchas entrevistas bufonescas debió de padecer Francis Coppola en su época mientras una niña flacucha y de nariz respingona asistía entre bastidores a tan grotesco espectáculo promocional.

 En otra secuencia salen de marcha y parece de verdad, no un rollo cutre con borracheras de mentira tipo "Historias del Kronen" y tantas otras películas. Ves el mundo de la noche en Tokio, con sus karaokes, videojuegos, rarezas y demás excentricidades. Lo más posible es que esto no tenga nada de verdadero. Pero a quien le importa.
Es una de esas películas donde da la sensación de que no te cuentan nada, pero que se hacen grandes en el recuerdo. Al fin y al cabo ¿quien no ha estado perdido alguna vez? ¿quien no ha dudado qué hacer con su vida en algún momento?.
La película tiene una música preciosa, esta llena de diálogos inteligentes, de gente que se busca a sí misma y, al final... hay un beso. Uno de los besos más bonitos que he visto en el cine últimamente.
Al final, el paso del tiempo, verdadero juez de todo, le echara una mano a esta película. Confío en que el tiempo la convertirá en una pequeña joya.

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 Yo creo que esta historia me gustó desde el primer momento porque, desde el principio, me pareció un mundo muy identificable con el de esa gente nómada a la que su trabajo obliga a ir de un sitio a otro todo el tiempo. Cuando al final del año miro hacia atrás me doy cuenta de que he estado cuatro o cinco meses fuera de casa, de aquí para allá, allí donde mi trabajo me ha arrastrado. Imagino que por eso siento como cercano ese mundo de hoteles, de paréntesis y de tiempos muertos que intentas llenar en una ciudad o un pueblo que no conoces. Muchas veces me he encontrado a mi mismo cambiando los canales de televisión como Bill Murray. La mayor parte de las veces acabo en el bar del hotel, como en Lost in translation aunque -de momento- no está Scarlett Johansson y la gente que me encuentro habla castellano.
Lo cual no quiere decir que los entienda.

                         "No volvamos aquí jamás, porque nunca será tan divertido"

17 octubre, 2010

Un país sin verdad

 Tengo una extraña aversión por los libros voluminosos. Esta rara manía, sin duda algo absurda, hace que siempre escoja libros cuya lectura no me va a llevar más de tres o cuatro semanas. Ya sé, los libros deberían escogerse en función de su contenido y tal, no por su aspecto, pero no soporto estar mucho tiempo con el mismo libro, necesito avanzar, ver que acabo unas historias y empiezo otras. Llevo el ritmo de aquel que parece que siempre escapa de alguien.

 Cuando era pequeño (aún lo soy), la cualidad principal de una pieza de ropa era su resistencia. “Que dure”… decía mi abuela. Eran otros tiempos, se asociaba la longevidad de una prenda de ropa con su calidad. Hoy en día, la gente disfruta comprando a gran velocidad ropa de escasa vigencia, su principal cualidad es que sea barata. Los creadores de tendencias, dominadores de mercados y convencedores de voluntades deseosas de ser convencidas, nos dicen (nos repiten) que esto es lo bueno. Unos lo llaman renovar el fondo de armario (cada semana), otros trabajan para convertir en deporte olímpico el “ir de compras”, y con razón, el cronómetro juega un papel principal en esa especie de gymkhana técnica. Ir de compras tiene mucho de competición, sobre todo en rebajas. Quizá algún purista afirme que hay una ausencia evidente de espíritu olímpico, esto no es del todo cierto, en pocas actividades existe un afán de superación como el del primer día de rebajas, solo que no intentas superarte a ti mismo sino a otros. Además, ¿qué espíritu olímpico posee el ping pong?. Aquellos que gustan de ejercer la crítica social tienen una palabra, sin duda más cómoda, para definir todo esto. Lo llaman consumismo y ya está.

 Quizá algo de todo esto me ocurre con los libros, quizá soy un esclavo de los tiempos, un consumista de celulosa. Sea como fuere, soy amante del libro ligero, ese que no hace aminorar la velocidad del metro con su peso. Esto, como todo, tiene un doble filo: siempre sentiré una minúscula culpabilidad por no leer “El Quijote” y un intenso alivio por no tener que hacer levantamiento de peso con “Los pilares de la tierra”, obra que podría servir para que las sombrillas no volaran de las terrazas.
Hoy quería hablar de uno de esos libros ligeros. Historias de Roma. Enric González. RBA. Un paseo personal y aleatorio por esa ciudad. Se lee en un parpadeo y se asemeja a una charla de café con un amigo ingenioso que convierte el recorrido de lo contado en una sonrisa.

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 Ignoro si los corresponsales de los medios de comunicación desplazados a otros países ganan mucho dinero o llevan una vida privilegiada, imagino que dependerá de varios factores y que habrá de todo. También imagino que no debe de ser fácil vivir cinco años en Buenos Aires, cuatro en Nueva York, tres en Jerusalén y seis en Pekín, empezando casi de cero en cada nueva ciudad, adaptándote a un nuevo orden social, ritmo de vida, idioma e idiosincrasias propias de ese nuevo país.

 Para enfrentarte a todos los choques frontales que te esperan en tu nuevo destino hay que tener un espíritu de adaptación notable y poseer una cualidad nunca suficientemente valorada: mirar la vida con una curiosidad insaciable.
Esto es lo que más me gusta del libro, la idea de que el viaje consiste en un aprendizaje continuo, sin duda lleno de zancadillas y situaciones donde haces el merluzo. Enric González ha estado de corresponsal en varias ciudades y, cada vez que cierra una etapa y se marcha de una ciudad, escribe un libro sobre ella que tiene más de recuerdo y homenaje que de exorcismo. Ya ha escrito uno sobre Londres y otro sobre su estancia en Nueva York, siempre desde la perspectiva particular de alguien que se ha quemado las puntas de los dedos en innumerables situaciones.

 En esta ocasión le toca a Roma. Asistimos a la historia de un corresponsal (él mismo) que alquila un palacio en Roma, un palacio que siempre estará en obras porque, como todos sabemos, Roma es eterna. Para todo.
El libro hace un retrato caótico (como la propia Roma) de Italia que avanza desde el detalle más absurdo e insignificante hasta los asuntos más importantes de ese país, un país que no lo mueve el petróleo o las finanzas sino que se pone en marcha a través de las propinas.

 Siempre imaginamos Roma en blanco y negro o la asociamos de inmediato con una foto del Coliseo. En este caso, el itinerario es muy distinto, hacemos un recorrido alejado de las guías turísticas o los folletos de viaje por esa ciudad que siempre ha conocido tiempos mejores.
Sobrevolamos una Roma en la que Adriano Celentano sigue siendo un ídolo y un fenómeno televisivo, algo así como si en España Paco Martínez Soria fuese un prodigio nacional. Acabo de pensarlo mejor, viendo las aberraciones que triunfan en España es posible que no estemos tan alejados del señor Celentano.

 El libro nos lleva de visita al sitio donde se hace (dicen) el mejor café del mundo, tostando los granos con leña cada mañana y moliéndolos sobre la enorme cafetera, incluso hacen todo el proceso de espaldas al público para no divulgar “su secreto”. Así es Italia, todo “postureo”. La espina dorsal que atraviesa todo el relato es una frase de Leonardo Sciascia que lo resume todo en sí misma: “Italia es un país sin verdad”.

 Ahí tenemos a Berlusconi como ejemplo viviente. Dado que la verdad o la mentira son consustanciales al ser humano, parece que habrá que catalogar a Berlusconi como perteneciente a la raza humana. He escrito Berlusconi seguido de ejemplo y las palabras han comenzado a pelearse de forma instantánea en mi ordenador, parece que no pueden ir juntas.
Este pajarraco, que es capaz de injertar en su calva pelos procedentes del cogote de su hermana, vive rodeado de cosas bellas y señoritas de vida efervescente con un alto contenido en silicona, hay que recordar que el machismo mantiene una salud envidiable en Italia.

 En la Italia del populismo extremo, de los juicios que quedan en nada, nadie es culpable, nadie es inocente, nada es verdad ni nada es mentira. Otra de las breves y, a veces, exquisitas paradas del libro es la historia del expolio a que fue sometida la heredera del marqués Casati Stampa (una fortuna ilimitada) por un treintañero de nombre Silvio Berlusconi, el fulano que alardea de conocer el precio de las personas. Y posiblemente sea cierto.

 En este trayecto imprevisible y desordenado de anécdotas, pequeñas historias y saltos en el tiempo incluso hay un esfuerzo de documentación sobre antiguos asuntos arqueológicos y piedras diversas donde, de forma inteligente, el autor se remonta al pasado para explicar el presente. El mosaico que escribe Enric González sobre Italia viaja desde la historia antigua hasta sus propias experiencias personales por las que circulan retratos de amigos atrapados irremediablemente por Roma. Puede que no les guste todo lo que hay a su alrededor pero acaban hechizados, rendidos a su influjo. Me recuerdan a aquella frase de Woody Allen que hablaba de un restaurante donde daban de comer bazofia y encima las raciones eran tan pequeñas…

 Es un libro de sonrisa cómplice. Que no es poco.

05 octubre, 2010

El infierno del odio

 Un refugiado de excepción. Hoy llega a este pequeño refugio intrascendente el señor Kurosawa, un director que, posiblemente, no ocupa el lugar que merece en el olimpo de hacedores de películas. Akira Kurosawa tiene tantas películas estupendas que se me hace difícil escoger una, al final me he decidido por una de las menos conocidas.
Realmente no sabía que película escoger, lo que no podía imaginarme era que la iba a elegir en función de un partido de fútbol. La retransmisión televisiva de los partidos de fútbol se ha convertido en una forma más de insultar al espectador osado por parte de las cadenas. Creen que la publicidad que emiten durante los encuentros no es lo suficientemente invasiva y han decidido convertir a los periodistas que narran el partido en publicidad viva, una suerte de maniquíes de plástico que cada diez minutos te anuncian (la oferta) el programa de televisión que viene a continuación. Como esto no es suficiente, también se ven en la obligación de informarte de la programación de mañana, pasado mañana y el jueves que viene. No sea que te pierdas alguna película de Chuck Norris.
Mientras el espectador se debate entre la indignación y el bochorno ajeno, el narrador (antes uno, ahora nunca menos de cuatro) se ha convertido en una especie de hombre anuncio antiguo, de aquellos que iban metidos entre dos carteles. Sólo que con menos dignidad.

 Puede que el único al que todo esto le parece patético sea yo, el caso es que, pensando en todo esto, recordé un detalle publicitario de una película de Kurosawa y, aquí estoy, aporreando las teclas del ordenador con mi caligrafía dudosa. La película es El infierno del odio. Akira Kurosawa. 1963.

 La historia comienza con una reunión de negocios en la casa del protagonista. A través de las ventanas de su casa se divisa –se domina- toda la ciudad. Tiene la ciudad a sus pies. Es un hombre importante, poderoso, un rico ejecutivo de la industria del calzado en Yokohama. Nuestro protagonista, el Sr Gondo, ha invitado a su casa a la junta directiva de la empresa, la cual está formada por 3 o 4 ejecutivos-alimaña que conspiran para ver quien se hace con el control de la empresa.

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 El retrato que hace Kurosawa de estas aves de rapiña sigue vigente 45 años después y demuestra la modernidad aplastante de la película. Estos ejecutivos consideran que, tanto el liderazgo como los objetivos de su empresa, están obsoletos; pretenden hacer algo barato, de mala calidad (rebajar los costes) y aumentar las ventas y los consiguientes beneficios. Saben que los zapatos deben gastarse rápido para vender más, si son duraderos, malo.
Pero el Sr Gondo no opina lo mismo, cree que los zapatos no son un adorno o una marca, los zapatos soportan todo el peso del cuerpo, deben ser buenos, tener calidad. Él empezó de aprendiz a los 16 años, conoce cada ruido, cada olor de su empresa. Gondo ama el buen trabajo por encima de los beneficios, quiere hacer zapatos cómodos, a la moda, duraderos. Piensa que a la larga darán beneficios. Es un romántico, cree que su empresa, además de ganar dinero, debe aportar algo a la gente. No podría trabajar en Wall Street.

 Todo esto, al fin y al cabo, no es más que la lucha eterna entre los viejos tiempos (hacer algo digno) y los nuevos tiempos (ganar dinero rápidamente a costa de lo que sea).
Pese a todo, Gondo guarda una carta ganadora en la manga de su camisa, ha reunido una gran cantidad de dinero y ha hecho un acuerdo financiero que le permitirá tomar el control de la empresa. Si esta maniobra fracasase, le llevaría a la ruina a él y a su familia.
Pero algo sucede.

 Secuestran a un niño y el destino le pone a prueba. Gondo se enfrenta a un dilema moral, su humanidad se encuentra atrapada en una balanza, se expone a perderlo absolutamente todo a cambio de la vida de un niño. A cambio de levantarse cada mañana y poder seguir mirándose al espejo.
El título original de la película es “Los que están arriba y los que están abajo”. La casa en la colina del Sr Gondo está tratada como si fuese la casa del señor feudal. El secuestrador ambiciona y odia, al mismo tiempo, la posición y el dinero de Gondo. Kurosawa nos cuenta en esta historia que la pobreza y el estatus financiero son irrelevantes; el secuestrador es una víctima de la sociedad tanto como Gondo es víctima del chantaje del secuestrador. El dinero y la casa en la colina no pueden protegerlo del mundo caótico en el que vivimos.
De igual modo, Kurosawa dice que la responsabilidad lo es todo. Está aprobando literalmente la idea de que en un mundo caótico las personas se miden según las decisiones que toman, una idea que aparece en la mayor parte de sus mejores trabajos. La película pregunta acerca de lo que significa ser responsable y de aceptar las consecuencias de tus decisiones. Quizá, en parte, de eso se trata ser persona. En Japón a esto, a menudo lo denominan de otra forma: honor.

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 Kurosawa tiene tantas películas excepcionales que es imposible saber cual es la mejor. Sin duda, ésta descansa entre las mejores. Es una obra maestra de la estructura y trata temas que van más allá de la típica película policíaca. Es inteligente y técnicamente maravillosa. Poca gente ha usado de forma tan maravillosa la pantalla panorámica como este director, las puestas en escena están hechas en función del formato, con un gusto excepcional por el encuadre.
Casi todas las películas de Kurosawa, a partir de los 50, están hechas en anamórfico y con una gran profundidad de campo. De esta forma, al estar todo enfocado, vemos todo lo que ocurre en primer término y las reacciones de los demás hacia el fondo de la imagen. Exprime el formato de una manera enormemente expresiva y crea sus imágenes como si fueran las capas sucesivas de una cebolla. En primer término sucede una cosa, a mitad del encuadre otra y al fondo otra. Y siempre sabes qué está pensando cada personaje. A ser capaz de hacer todo esto, se le suele llamar vulgarmente, ser un maestro.

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 Todo lo que he contado hasta ahora corresponde a la primera parte de la película, que transcurre, de principio a fin, en el salón del Sr Gondo, donde se pone de manifiesto el magisterio de Kurosawa en cuanto al ritmo, la puesta en escena y la dosificación de la intriga.
La historia está estructurada en dos actos. El primero abarca el secuestro y las negociaciones. El segundo es la búsqueda y la caza de un hombre, trata del rescate, la investigación y la resolución del caso.
Las dos partes están divididas por el emocionante pago del rescate en el tren bala, donde a Gondo le obligan a tirar su vida por la ventana o, mejor dicho, por la ventanilla de un tren. Después de la dramatización teatral de la primera parte, destaca mucho más la acción puramente cinematográfica en el tren bala. La secuencia en el tren dura 5 minutos y es una de las secuencias más excitantes de la historia del cine (para mí, claro). Hay mucha gente que piensa que en el cine clásico no había planos con cámara al hombro, creen que es un invento de “Salvar al soldado Ryan” o “El ultimátum de Bourne” (película maravillosa, por otra parte). Parece que no.

 La segunda parte de la película es un relato policiaco donde es imposible no darte cuenta de que Kurosawa es un narrador magistral. Vemos como van estrechando el cerco para encontrar al secuestrador gracias a los métodos deductivos, el ingenio y el sentido común de los policías. Una policía reposada y metódica que se reparte las pistas y agota todas las posibilidades en un mundo donde Google todavía no ha hecho acto de presencia.
La película hace que comparemos el método de investigación americano con el método oriental. A diferencia de las películas americanas, aquí no hay un detective protagonista que acapare la atención, hay un grupo que colabora en equipo, nadie es protagonista. En Japón ese afán de protagonismo está mal visto, todos se comportan como si fueran parte de un engranaje, son hormiguitas donde nadie destaca por encima del otro.

 Los fenómenos atmosféricos casi siempre son un personaje más en las historias de Kurosawa. La lluvia de sus películas es insuperable (“Los siete samuráis”, “Rashomon"), el viento y el polvo en “Yojimbo” es espectacular (cuantos westerns han copiado esta escenografía). En esta película le toca al calor, un calor húmedo, pegajoso, sofocante. Un calor que se agarra a la piel y añade tensión a la historia.

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 El mundo de los objetos está retratado de forma maravillosa. Un reloj de pared marca el principio y el final de esta historia, el tiempo es muy importante porque ésta es una película de secuestros, posiblemente una película de secuestros pionera, donde el secuestrador mantiene en vilo a la policía con llamadas de teléfono.
El secuestrador también posee un objeto que lo identifica: sus gafas de sol. Estamos en una época donde las gafas de sol tenían un significado, servían para identificar a los malos de las películas. Todavía quedaba lejos la época donde las gafas de sol las llevaban los “cojonudos” (Reservoir Dogs) o servían para vender millones de unidades (Matrix).

 Es una de esas películas que, en cada visionado, descubres cosas nuevas. La última vez, descubrí un detalle que me dejó pasmado. En la secuencia del tren bala hay un plano donde uno de los policías va durmiendo apoyado en la ventanilla, en ese encuadre tiene mucha presencia una botella transparente (parecida a una de Coca-Cola) que está en la repisa de la ventanilla. La botella está medio llena, no tiene ningún tipo de marca (le han quitado la etiqueta) y no hace publicidad de nada. Sin embargo, todos sabemos que en las películas los objetos no están delante de la cámara por casualidad, es decir, la botella tiene una razón de ser o, más bien, de estar.
Pues la razón de estar de la botella es la siguiente: es publicidad encubierta… del tren.

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 A través de la ventanilla observamos que el tren va a toda velocidad y el agua de la botella de la repisa no se mueve. El tren ni siquiera vibra. En casi todas las películas japonesas de los 60 y los 70 sale el tren bala, en su momento era el no va más de la tecnología y lo usaban como seña de identidad de Japón. Ahora imaginad un tren español en el año 63 y poned la botella en la repisa, amarradla con cinco docenas de tornillos a la madera podre e intentad que no vibre. Imagino que observar a tus compañeros de vagón era como pasar la mañana viendo a Michael J. Fox. En cuanto la gente veía algo totalmente quieto se mareaba porque el cerebro no era capaz de asimilarlo.

 Volvamos a la película. Kurosawa, cuando mete publicidad en su película (y aquí viene lo importante), aparte de ser sutil, cree que el espectador es inteligente, cree que el espectador es capaz de… pensar. Trata de que el público que vea la película participe, es decir, respeta a los espectadores de su película. Comparad esto que acabo de contar con la forma en que te endiñan la publicidad hoy en día y comprenderéis mi asombro.


                                       “Puede que el viejo esté anticuado, pero
                                        al menos sus zapatos son de verdad”

26 septiembre, 2010

Que el cielo la juzgue

 Una película singular. De no prestar demasiada atención, podría parecer un culebrón de altísima calidad: sofisticación, elegancia, cursilería; mujeres que se levantan con un maquillaje perfecto; mujeres que se tiran por las escaleras para conseguir sus propósitos; personajes que mueren soltando su último aliento moviendo la cabeza teatralmente hacia un lado y chicas de buena familia que, al trabajar en el jardín, tienen manchas estratégicas de tierra en la cara. Una cara, por lo demás, extraordinariamente bien maquillada.
Sin embargo, esta película de viajes en barca por el lago, camisas de leñador y batas de raso, posee varias cualidades que la convierten en una película excepcional. Su título es Que el cielo la juzgue. John M. Stahl. 1945. Una historia con una estética maravillosa, dueña de un extraño y poco usual mestizaje: tiene el camuflaje de un melodrama pero, al acercarte, puedes sentir el olor inconfundible y malsano del cine negro.

 Al igual que muchas grandes historias del cine negro, esta película comienza con un flashback que ocupa casi toda la película. Todos los aficionados a este tipo de historias saben como comienza todo. Aparece una mujer con la cualidad de parar el tiempo, pero sólo para el tipo que la mira. Esa mujer suele vender precipicios para hombres, todos miran hacia el abismo y ese abismo se acerca a ellos como si fuesen James Stewart en la cima de un campanario. Algunas veces perciben el peligro, pero nunca son capaces de evitarlo. El destino, la fatalidad, o como se llame, ya les ha atrapado.
En esta película, un tipo que viaja en tren conoce a una mujer maravillosa, espectacular y aficionada a las telas de araña. Una mujer que lleva consigo el perfume del peligro.
En la casa de cualquier espectador suenan todas las alarmas, en el minuto 5’ ya sabemos que el protagonista está perdido. Qué puede esperar un tipo que, ya de inicio, todos se asombran de su gran parecido con un muerto.

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 El tema eterno del cine negro atraviesa esta película: la maldad encarnada en una mujer atractiva. Solo que esta vez, más que una “mujer fatal”, es una especie de “mantis religiosa”.
Sin duda, esta mujer es uno de los monstruos más logrados de la historia del cine, una criatura de apariencia angelical capaz de cometer las mayores atrocidades sin el menor asomo de remordimientos. Celosa y posesiva hasta el paroxismo con su víctima (marido), todo lo devora a su paso. Sus ansias de posesión llegan hasta el punto de que, cuando se queda embarazada, ve al bebe, no como un hijo, sino como un competidor. Un rival que le disputa la atención de su marido.

 Para representar a esta mujer manipuladora, contrataron a una de las actrices más cautivadoras de ese momento: Gene Tierney. Un año antes, había llegado a la cumbre de su carrera protagonizando “Laura”. Ella no aparecía hasta la mitad de la película pero su mera presencia hipnótica en un cuadro fantasmal ya arrastraba toda la historia. Ese cuadro se ha convertido en uno de los referentes icónicos del cine negro.
La película necesitaba a una actriz con el hechizo, con el influjo de “Laura” y, claro, contrataron a la propia “Laura”. Con su elegancia, logra recrear a una mujer dominadora que, en algunos planos, parece una esfinge a punto de devorarte si no resuelves el acertijo.

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 El productor jefe de la 20th Century Fox, Darryl F. Zanuck, fue el que insistió en que la película debía rodarse en technicolor, un proceso muy costoso en su época y reservado para las superproducciones. Solo una de cada diez películas se rodaban con este sistema, incluso se publicitó la cinta como Gene Tierney en “technicolor”.
Este proceso hace que el acabado de la película tenga unos tonos pastel característicos de algunas películas de esa época, pero esto no habría sido suficiente sin la contratación de algunos técnicos que aportaron su magia particular a la hora de mezclar los ingredientes.

 El primero de ellos quizá sea Leon Shamroy, hoy olvidado, ganador de cuatro oscars y uno de los mejores directores de fotografía de su generación. Supo realzar, mediante la fotografía, la belleza de Gene Tierney hasta la exageración. También es justo reconocer que Gene Tierney es la poseedora de una cabellera que se adueña de todos los contraluces que se pongan a tiro. La fotografía es de un expresionismo discreto, llena de sombras grandes y profundas que, sin embargo, se disimulan y quedan un poco tapadas por los colores. Si quitásemos el color de nuestro televisor (algo imperdonable en este caso) nos daríamos cuenta de que la película tiene una influencia expresionista más grande de lo que parece, algo que la emparenta también con el cine negro.

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 El segundo técnico, y en este caso el más importante, es el director John M. Stahl. Suya es la elección de los colores que conforman la estética de esta película, una estética excepcional. No hay colores saturados, su combinación maravillosamente sobria de colores secundarios (cian, ambar, azul profundo o negro) convierten la película en un imán para el ojo. Solo hay una nota discordante y deliberada: los labios rojos de la protagonista.
¿Cómo puede haber un tren de color cian por dentro y verde desvaído por fuera?. El tratamiento de los colores, que se convertiría en la seña de identidad del director Douglas Sirk en años posteriores, ya se encuentra aquí. Quizá Douglas Sirk apostaba por el manejo de los colores en la decoración, los objetos o el tono de las paredes y John M. Stahl por la iluminación, el vestuario y los ambientes pero, sin duda, uno es heredero del otro.
El señor Almodóvar también ha procurado “heredar cosas” de estos dos directores. En esta película los colores están integrados, tienen una estética pero, al mismo tiempo, una coherencia. Los colores de las películas de Almodóvar tienen ínfulas de estilo, pretenden llamar la atención, justo como él.

 El tercer técnico que destacaría es la diseñadora de vestuario, Kay Nelson. A lo largo de la película vemos desfilar a Gene Tierney con 24 modelos distintos, todos exquisitos y espectaculares para la época. El partido que se le saca a ese vestuario es asombroso, todos los elementos están al servicio de la historia.
Y las gafas. Las gafas de sol de la protagonista no buscan el glamour o el merchandising, son el aviso de que algo malo va a ocurrir. En seguida te recuerda a la Barbara Stanwick de “Perdición”, ambas podrían ser hermanas. Las gafas tienen un uso dramático, su finalidad es anunciar la muerte. Curiosamente, cuando esas gafas esconden la cara de la protagonista, es cuando vemos su verdadero rostro, el de la maldad.
La secuencia de la barca en el lago podría estar en la antología de las mejores secuencias del cine negro. Una mujer en albornoz y gafas de sol, observa detenidamente como se ahoga un niño sin hacer nada. Es como una araña observando a una mosca desesperada por zafarse de una tela de araña que la ha atrapado. Cuanto más se mueve, más atrapada está. Mientras tanto… la araña disfruta.

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 La película comienza bajo los códigos del cine negro y termina con los códigos del cine romántico en una última escena de una belleza extraña. En esta última secuencia, se pone de manifiesto el gran trabajo de este director, un tipo conocedor de su oficio.

 Una mujer espera a alguien. Ese alguien llega en una barca, remando a través del lago. Llevan mucho tiempo esperando el uno por el otro y, por fin, van a reencontrarse. Si esta escena se rodase hoy en día, tendríamos a una actriz taquillera al borde del llanto mientras escuchamos una canción de moda y dos cámaras montadas en grúas sobrevolarían el set alrededor de ellos. Por supuesto, tendrían una iluminación perfecta (si pago a una estrella, que se le vea bien, aunque esté extrayendo carbón de una mina) y los espectadores confundiríamos la emoción con el mareo de la cámara voladora.

 John M. Stahl, un fulano elegante y sobrio, opta por la contención. Sabe que la emoción está en la cabeza del espectador, no en montar la parafernalia de una montaña rusa alrededor de los actores. Rueda la escena sin primeros planos, sin énfasis, deja el momento culminante en un plano general y lejano donde dos siluetas se reencuentran a la orilla de un lago. Esta última secuencia, tal como está rodada, es emocionante y hace que la película crezca pero, sobre todo, nos dice que detrás de la cámara hay alguien que sabe lo que hace. Un tipo inteligente.
Sin duda, es una película para amantes del cine clásico, que no antiguo. De todas formas, tened cuidado si conocéis a alguien en un tren.


                  “No permitiré que nadie además de mí, haga algo por ti”

25 agosto, 2010

Harold & Maude

 La historia de la que voy a hablar hoy tiene dos de los elementos que más odio a la hora de ver una película. Siempre he odiado esa costumbre, tan en boga en los años 70, de interrumpir la narración de la historia con una canción recurrente, llamativa y machacona cada diez minutos de película. Me refiero a la música de películas como “Cowboy de medianoche” o a Simon & Garfunkel en “El Graduado”. Supongo que me gustan las bandas sonoras que pasan desapercibidas y que, por eso, nunca me han gustado demasiado los musicales. En este caso, he de reconocer que, al final, y contra mi voluntad, acabo claudicando ante las canciones de Cat Stevens de esta película. Hasta me gustan.

 El otro elemento que siempre me mata son los actores sobreactuados. El personaje de Ruth Gordon de esta película está sobreactuado. Hay ocasiones (pocas) en las que esto forma parte de la naturaleza de la historia que se está contando y hasta le viene bien a la película. Esta es una de esas ocasiones (para mí, claro). Esta opinión es claramente minoritaria, la película fue atacada duramente por este motivo y hay gente que la odia de forma visceral (qué rayos querrá decir visceral). Esto es como el hecho de tomar atajos o hacer trampas en la vida, técnica que causa admiración en unas ocasiones y críticas furibundas en otras. Imagino que todo depende, pero… ¿quién se atreve a criticar a Cary Grant por estar sobreactuado en “La fiera de mi niña” o “Arsénico por compasión”?.

 En mi caso, pese a todas las pegas, la película se lleva el gato al agua. Supongo que yo soy el gato. Me estoy enrollando demasiado. La película es Harold & Maude. Hal Ashby. 1971. Una película de personas que construyen su propio mundo, un mundo a su medida en el que un campo de margaritas puede ser extrañamente similar a un cementerio repleto de lápidas blancas vistas desde lejos. Una película que afirma que “ser distinto” no tiene por qué ser una patología.

 Harold, 16 años. Chico excéntrico y pudiente que escenifica suicidios para llamar la atención. Es experto en morir de mil maneras, pero no ha vivido. Su afición favorita es acudir a entierros y funerales. Su madre, además de enviarlo a la consulta de un psicólogo que, más bien, parece un tanatorio, se dedica a buscarle novia a través de un ordenador que descarta automáticamente a las feas y a las gordas. Harold viste ropa que le queda visiblemente grande, viste de mayor. Harold conduce un coche fúnebre.

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 Maude, 80 años menos una semana. Vive en un vagón de tren parado en una vía muerta, repleto de recuerdos, plantas y pájaros. Maude colecciona minutos de vida, le gusta ver como las cosas crecen, le gusta posar desnuda y le gusta hacer de su vida un “carpe diem” eterno. Es una especie de “Amelie” anciana pero 30 años antes. Su afición favorita es acudir a entierros y funerales. Maude viste ropa de chiquilla. Maude conduce los coches siempre derrapando. Esos coches nunca son suyos.

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 A golpe de funeral se conocen, cuando a Maude le falta una semana para cumplir los 80 años. Esa semana será trascendental para la vida de Harold. La película se puede entender como una parábola hippie-existencial-transgresora pero, sobre todo, como una historia de amor muy poco probable.

 A comienzos de los 70, el ambiente estaba cargado en Norteamérica. Múltiples problemas rondaban la sociedad, el activismo radical dominaba el panorama social y el país estaba ensombrecido por la guerra de Vietnam y las luchas por los derechos civiles. Entre revueltas estudiantiles, el movimiento hippie, guerras, presidentes tiroteados, Watergates, Woodstock y demás, llegó el fin de la inocencia para la “típica familia americana”. Era una época tumultuosa, pero cual no lo es.

 La película está muy anclada en ese momento y todo lo anterior subyace de alguna forma en el film, algunas veces de forma sutil y otras no tanto. Con algunos estamentos de la sociedad –sobre todo militares, psicólogos y curas- se hace una sátira descarnada acerca de lo que representan aunque, realmente no resulta muy difícil ya que ellos mismos suelen ponerse en ridículo con sus propias palabras. Harold, tiene un tío militar (que intenta enderezarlo y convertirlo en un hombre) que, según dicen, fue la mano derecha del general McCarthur y al cual le falta el brazo derecho. Es de suponer que se lo llevó el general McCarthur.

 Hay una secuencia donde el militar, el psicólogo y el cura hablan a cámara y cada uno de ellos tiene detrás un cuadro que identifica su forma de pensar y actuar, sin duda sectaria. El militar tiene detrás un cuadro de Nixon sonriendo, el psicólogo uno de Freud y el cura uno del Papa. Todos, en el fondo, dicen lo mismo: sí… esto es una democracia pero no te desvíes del camino marcado por nosotros, lo distinto, lo raro, es peligroso e inaceptable. Somos capaces de tolerar la rebeldía… siempre que esa rebeldía no sea capaz de alterar sustancialmente el orden que nosotros proponemos, claro. Vivimos en un país de libertades, tenéis libertad absoluta para hacer lo que nosotros digamos.

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 Cuando yo era pequeño (aún lo sigo siendo) e iba al colegio, estudiaba en un aula presidida por la imagen del rey Juan Carlos. Esta desgracia educativa es la culpable de que ahora vaya diciéndole a todo el mundo ¡Por qué no te callas! y de que tenga un odio soterrado hacia la princesa Letizia. Freud diría que tengo un instinto reprimido y que me la quiero zumbar. Pese a esta tendencia monárquica que domina mi subconsciente no he conseguido todavía veranear en Mallorca todos los años.

 Pues todos estos totems de pensamiento único se estaban desmoronando en los años 70 (en Norteamérica claro, aquí todavía tenemos cientos de aulas presididas por crucifijos, bisutería y retratos en sepia) y la película hace una apología de la libertad individual de elegir como quieres vivir tu vida en la que, quizá, se nota demasiado su voluntad de ser transgresora a toda costa. Esta última pega y su “hippismo buenrollista” suelen ser los argumentos fundamentales de la gente a la que no le gusta esta película. Pese a todo, pocas veces una pantalla transmite la sensación de que uno puede vivir a su manera, crear su propio mundo. Un mundo de gente que puede encontrar la belleza en un estercolero, en un desguace o una demolición y que defiende su derecho a hacer el ridículo. Las personas que no tienen miedo al ridículo y no respetan las reglas sociales son peligrosas, no le dan importancia al juicio de los demás.
Para nuestra tranquilidad, hemos inventado una palabra para algunos de ellos: locos.

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 El germen de la serie “A dos metros bajo tierra” (Six feet under) se encuentra en esta película. Adolescentes que conducen coches fúnebres, la figura ausente del padre, las escenificaciones de las muertes al comienzo de cada episodio… todo esto ya aparece en esta película del año 1971. Puede que luego la serie vaya por otros derroteros pero su punto de partida se encuentra aquí en estado embrionario.

 No quiero terminar este post sin hablar de Ruth Gordon. La película es uno de esos raros ejemplos en los que un actor arrasa una película y la hace crecer cada vez que aparece en pantalla. Sé que esto debería ser “lo normal” pero la realidad se encarga de decirnos lo contrario, la mayor parte de los actores “conocidos” cobran cantidades obscenas por prestar su cara en películas multimillonarias que le dan mucha más importancia a la parafernalia técnica que a conseguir que un personaje sea, al menos, un poco creíble. ¿Cuánto hace que no sois testigos en el cine de una de esas interpretaciones donde el actor se pone la película a la espalda y la sube a la montaña hasta que sale la palabra “fin”? ¿Cuándo fue la última vez que un actor ganó un oscar y fue merecido? ¿Cuánto hace que un actor no os asombra y emociona en una sala de cine?. Lamentablemente no ocurre muy a menudo. Yo, la última vez que me asombré fue hace dos o tres años con Mickey Rourke en “The Wrestler”.

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 La actuación de Ruth Gordon en esta película es –para mí- prodigiosa, de una energía sin fin, percibes físicamente como devora la vida. Hay que ver cómo mira con asombro, cómo escucha, cómo calla, cómo ríe. Ver a Ruth Gordon tocando el piano, derrapando los coches o visitando un invernadero porque le gusta ver cómo crecen las plantas es disfrutar de un recital interpretativo por el que, sin duda, merece la pena hacer eso, tan devaluado hoy en día, de pagar una entrada de cine.
No fue una actriz excesivamente famosa pero seguro que todo el mundo le pondrá cara si se acuerda de esa vecina chismosa, repugnante, insoportable y… bruja que interpretó en “La semilla del diablo”. Por ese papel de vieja bruja hipermaquillada, en 1968, gana el oscar a los 72 años y, con su estilo inimitable, declara: “No puedo decirles qué halagüeña es una cosa como ésta para una joven actriz como yo”. Y lo decía en serio.

                         “Hubo un tiempo en que entraba en las pajarerías para
                          soltar a los canarios pero comprendí que era una idea
                          que se adelantaba a su época. Los zoos están llenos,
                          las cárceles abarrotadas. Qué barbaridad… cómo le
                          gustan al mundo las jaulas”.

18 agosto, 2010

Alfonso Zubiaga

 Me encantan las películas cuyo tema principal es el paso del tiempo. Robin y Marian, Sin Perdón, El Gatopardo, El último hurra o Sunset Boulevard son historias donde, el tiempo, casi se convierte en algo físico ante nuestros ojos.
El paso del tiempo suele ser el puente que conduce al pasado, a la nostalgia, al recuerdo. Da y quita razones, se acaba convirtiendo en el juez de casi todo y, además, posee una cualidad sutil y traicionera: es muy difícil de atrapar, ya sea en la literatura o en el cine.

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 Con la fotografía sucede algo parecido. Retratar algo tan fugaz y difícil de capturar en imágenes como es el curso del tiempo, hace que el camino a seguir por la mayoría de los fotógrafos sea el de extraer imágenes de la degradación, el declive o la destrucción de cosas que fueron poseedoras de un antiguo esplendor. De cosas que un día fueron y ahora ya no.

 Un ejemplo de esto son las fotografías que Alfonso Zubiaga ha hecho del interior de una casa abandonada en un trabajo que ha denominado “ghost city”. En las fotos vemos las consecuencias o estragos que ha causado el tiempo en una casa presumiblemente llena de vida en otra época. Una casa donde las arenas del tiempo, que diría Borges, van trepando por las paredes, formando un vínculo perfecto con los tabiques desconchados y descoloridos. El tiempo muerde poco a poco, pero sin pausa.

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 Al igual que los anillos de los árboles, las capas sucesivas de arena van poniendo fecha al abandono de esa casa vacía pero llena de ecos, abandonada pero habitada, todavía, por los viejos fantasmas que nos obligan a bajar el tono de voz cuando nos aventuramos a entrar en una casa en ruinas o un pueblo deshabitado. Una casa con barandillas que ya no acarician ninguna mano, puertas por las que una vez pasaba gente y ventanas en las que ya nadie se asoma a mirar hacia fuera. Sólo la luz entra.

 Alfonso Zubiaga tiene otros trabajos con fotografías superpuestas en Namibia o Nueva York, pero no llaman tanto mi atención como esa casa gatopardiana que muestra la naturaleza efímera de las cosas. Su escasa vigencia.

 Para aquellos que quieran ver el resto de la serie de fotografías, dejo el enlace aquí: http://www.zubiaga.com/arte

09 agosto, 2010

El hombre que plantaba árboles

 Una breve y bella historia. El hombre que plantaba árboles. Jean Giono. Al caminar por las páginas de esta singular fábula ecologista, es sencillo darse cuenta de que Jean Giono debió de ser un tipo pacifista y preocupado por la naturaleza en una época donde esto último todavía no estaba de moda.

 El libro cuenta la hazaña de un hombre al que se le da por construir en lugar de destruir. Su nombre es Elzéard Bouffier y no toma la palabra a lo largo de todo el relato, no dice nada, sólo hace. Conocemos la historia a través de los ojos de un narrador que, al igual que el lector, va comprendiendo, poco a poco, lo que es una proeza anónima, la proeza de alguien que no busca ninguna recompensa, ni tan siquiera el reconocimiento a su labor.

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 Muy de vez en cuando, aparecen figuras de linaje extraordinario que marcan un antes y un después en la evolución y el comportamiento de los seres humanos. Todos ellos han hecho avanzar el mundo, han impulsado a la humanidad. Todos los “grandes hombres” de su tiempo que se enfrentaban a “grandes empresas” poseían –salvo raras excepciones- el afán oculto, o no tan oculto, de trascender, de alcanzar la inmortalidad. El paso previo para alcanzar esa gloria imperecedera y aparecer en los libros de historia es que la humanidad se entere de tus hazañas, es decir, necesitas promocionarte.

 Pero Elzéard Bouffier va más allá, no necesita que se reconozca su trabajo, tampoco busca el agradecimiento de nadie. Es uno de esos hombres que, lamentablemente, nacen con muy poca frecuencia y que posee un don extraordinario: su total y absoluta indiferencia hacia la publicidad de sí mismo, hacia cualquier tipo de notoriedad.

 Muchos grandes avances que hoy disfrutamos, casi sin apreciarlos, tienen como origen un número pequeño de mentes geniales, curiosas, a menudo sacrificadas, y, en muchas ocasiones, “diferentes”. Mentes que, en contadas ocasiones, consiguen dar un buen impulso a nuestro avance como civilización. Este tipo de gente, tan rara hoy, debe ser cuidada como un regalo valioso, como un tesoro.
¿Cuántos de esos genios anónimos nunca buscaron reconocimiento ni se dieron a conocer? ¿Cuántas páginas de la historia habrán quedado sin escribir? ¿Cuántos desconocidos habrán hecho avanzar la humanidad sin que sus conquistas lleguen hasta nuestros oídos?

 Elzéard Bouffier planta árboles. Y lo hace en silencio, como un ratón de iglesia. Su lección nos dice que es así como se hacen las cosas que verdaderamente importan, paso a paso, poco a poco, en silencio, sin llamar la atención.
Sólo dejó un rastro, una huella visible: los árboles.

27 julio, 2010

Moon

 El género cinematográfico de la ciencia-ficción ha sufrido una total devaluación en las últimas décadas. Me refiero a la ciencia-ficción de verdad, no a la acumulación de películas con una ambientación supuestamente futurista que, en realidad, son vehículos disfrazados para hacer una película de acción típica de Hollywood que suele acabar en despropósito. No me voy a extender más porque los ejemplos son infinitos y todos los conoceréis de sobra.

 Los géneros van y vienen, aparecen y desaparecen. Se ponen de moda las películas de catástrofes, bélicas o de romanos hasta que surgen las de vampiros y demás transfusiones de sangre. En el panorama actual, está fuera de la norma hacer, por ejemplo, un western, a pesar de lo cual siempre se ruedan un puñado cada año y, muy de vez en cuando, por las grietas de la roca surge la hierba y nace de milagro una película como “Sin Perdón”. Es en este panorama desértico y a contracorriente cuando, a cuentagotas, aparece una pequeña joya en su género que, normalmente, es ignorada o poco valorada por los intereses económicos de esa entelequia llamada “mercado” que adora a un único dios llamado “taquilla”.

 Hoy quiero hablar de una película que pertenece a esa estirpe, una película que, para mí, fue una de las sorpresas más agradables del año pasado. Se titula Moon. Duncan Jones. 2009. Aquí donde vivo se estrenó tarde y duró una semana en cartelera, la prueba de su calidad es el estruendoso silencio con el que fue recibida, cero repercusión y cero premios para una película que podría haber llenado sus alforjas con varios oscars sin ningún problema. A pesar de todo, posee el premio más extraordinario: es una buena película.

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 Los que no hayáis visto esta película, no sigáis leyendo, posiblemente acabaré mencionando datos que destriparán el argumento. El que avisa no es traidor, es avisador.

 Hay muchas grandes películas que, al inicio, muestran un plano que contiene en sí mismo toda la historia que va a venir a continuación. Una especie de resumen de lo que nos espera.
En el primer plano de esta película, unos pies corren en una cinta transportadora de gimnasio. Este plano ya nos dice lo que va a ser la película: “la historia de una huida”.

 Sam Bell es el único habitante de la luna. Trabaja para una multinacional que se encarga de extraer un mineral que proporciona toda la energía que necesita el planeta Tierra. Tiene un contrato de tres años a punto de expirar y su misión consiste en que nada falle en esa estación espacial automatizada. Sam está acompañado por GERTY, un robot que guarda un cierto parecido con el HAL9000 de "2001 Una odisea del espacio". Este tipo de películas nos han educado para que desconfiemos de los robots descarriados, dando por sentado que se van a convertir en el enemigo de la película. En esta historia, GERTY es el más humano de todos, sólo él actúa con bondad a la hora de ayudar al protagonista. Es su único amigo.

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 Se produce un accidente y, cuando Sam Bell se despierta en la enfermería, descubrimos que hay… dos Sam Bell. “La Compañía” está utilizando clones para el mantenimiento de su estación espacial. Son carne, esclavos sin saberlo.
Es así como dos tipos a los que han robado su vida, que tienen exactamente el mismo pasado y los mismos recuerdos prefabricados, se hacen amigos.

 La película, de forma subterránea, pone sobre el mantel una gran cantidad de temas de actualidad. Esta es una característica de las grandes películas de ciencia-ficción: películas ambientadas en un futuro lejano, nos hablan sobre nuestro presente. Muchas veces en forma de advertencia.
El prólogo de esta historia es un spot de una empresa multinacional con niños indios sonrientes, ecología y mensajes grandilocuentes. “La Compañía” se autopostula como salvadora del planeta pero no tiene reparos en manipular clones y utilizar a los seres humanos como si fuesen ganado.
Como siempre, se pone de manifiesto la hipocresía eterna de estas empresas cuyo único afán suele ser el ansia de poder y la codicia infinita.

 A lo largo del visionado de la película echamos una ojeada a los sótanos de la tecnología, unos sótanos llenos de cadenas. La idea que subyace en el argumento es lo peligroso que puede llegar a ser el uso de las nuevas tecnologías por parte de gente sin escrúpulos. Se plantea la necesidad de que exista un control exigente y unos límites ya que, por lo visto, la cara oculta de la luna tiene aún más caras ocultas.

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 Si alguien duda de esta advertencia, sólo tiene que echar un vistazo a la voracidad sin límite de la alcantarilla que forman el sistema bancario y la bolsa, donde no existe ningún tipo de control pese a que nos venden que sí lo hay.
En el pasado, antes de sacar un producto al mercado, se hacía un estudio de varios años con el fin de demostrar fehacientemente que no perjudicaba la salud de nadie. El año pasado se comercializó la vacuna de la gripe A en siete meses. Hoy en día el objetivo último es la rapidez, la inmediatez, sobre todo a la hora de hacer caja. Que se ignoran las consecuencias que puede tener algún producto en el futuro, tú véndelo y… a ver que pasa. De este modo vivimos rodeados de transgénicos, wifi, escándalos de farmacéuticas e IPhones de antepenúltima generación.
Primero se crea una necesidad y luego se abastece a la población, ya habrá tiempo de pensar en las consecuencias más tarde (léase, nunca). La seguridad ha quedado desterrada.

 ¿Alguien sabe cómo nos afectarán las ondas de los teléfonos móviles a largo plazo, cuando llevemos 20 o 30 años con ellos pegados a la oreja?. Hemos llegado a un punto donde nuestra dependencia de las tecnologías es total, estamos subyugados y esclavizados. Nadie sería capaz ahora de aceptar un mundo sin teléfonos móviles. Recientemente, en medio de la algarabía popular (sobre todo de las operadoras) se nos ha anunciado que ya podemos hablar por teléfono desde los aviones. Éxtasis. Ahora el móvil ya no te ahorra trabajo, sino que te hace trabajar en todas partes. Por supuesto, desde todas las tribunas y foros se nos adoctrina con el mensaje mil veces repetido de que “la tecnología es nuestra mejor amiga”.

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 Si todo esto parece exagerado pensad en un futuro no muy lejano donde toda transacción económica deba hacerse a través de un sistema bancario informático. Si tú tienes dinero en efectivo, eres libre. Nadie sabe en qué lo gastas, qué haces con él o para qué lo utilizas, no pueden ejercer un control sobre ti. Ahora pensad en un futuro, hacia el que vamos encaminados, donde, poco a poco, se vaya eliminando el dinero en papel. Pensad en la frecuencia con la que se usaba la tarjeta del cajero hace 20 años y pensad en la frecuencia con la que se utilizan ahora todas las bandas magnéticas habidas y por haber en un mundo donde acabaremos pagando los cubatas con un chip. Sólo hace falta algo más de tiempo.
Pensad que todos nuestros esfuerzos en la vida y en el trabajo están dirigidos a producir dinero en la cuenta electrónica de un banco que “son sólo números en una pantalla”, con una tecla te puedes quedar sin dinero. Supongo que la mayoría es consciente de que “alguien” maneja esas teclas.
Por último, imaginad un futuro no muy lejano donde el estado, por cualquier razón, te clasifica como “persona indeseable” (ya ha ocurrido a menudo en países totalitarios) y te confiscan todo tu dinero (error informático). ¿Cómo comprarás, venderás, comerás o sobrevivirás?
No digo que todo esto vaya a ocurrir, sólo digo que nuestra “tecnología amiga” ofrece posibilidades inquietantes como esta.

 Como es habitual, ya se me ha ido la olla. Pido perdón por el ladrillazo que acabo de perpetrar y vuelvo a la película.

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 El andamiaje de la película es maravilloso, apuesta por la sobriedad y la contención, no es devorada o aplastada por los efectos generados por ordenador. Siendo coherente con el mensaje de la historia, se ha huido conscientemente del ordenador y los tinglados digitales, apostando por una forma de rodar “a la antigua”, con decorados, trucos, maquetas y efectos especiales de toda la vida. En esto se parece a las películas de ciencia-ficción de los setenta. Posee el encanto de películas como “Atmósfera Cero”, “Alien” o “Soylent Green”.

 Es una película de homenajes, no de plagios. Los “rastreadores de películas” están de enhorabuena, aquí se pueden rastrear las huellas de otras películas emblemáticas de este género: El uso de la música clásica nos transporta directamente hacia “2001 Una odisea del espacio”. Cuando Sam Bell está cuidando sus plantas, es imposible no pensar en esa fábula ecologista llamada “Naves Misteriosas”, un clásico de la serie B.
La película-nodriza que sobrevuela continuamente la trama debido a que posee una temática parecida es “Blade Runner”. A nivel práctico, no hay mucha diferencia entre la Tyrell Corporation de Blade Runner y “La Compañía” de esta película. Las dos se dedican a fabricar gente con fecha de caducidad, gente con implantes de memoria en forma de recuerdos que, a menudo, son más humanos que los propios seres humanos. Lo único que los diferencia de nosotros es la ignorancia, nosotros ignoramos cuando moriremos, ellos no.

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 Hace unos años apareció una película llamada “El Show de Truman”. Un tipo vive atrapado en un mundo artificial creado para él, sin darse cuenta de que es utilizado como cobaya para un programa de televisión del que es el absoluto protagonista. En un momento dado, se percata del engaño y, en un desafío a los dioses, decide salir de la caverna, decide “salir” aunque el precio de esa osadía sea su propia vida.
Sam Bell también decide “ir más allá”, decide tomar las riendas de su vida. Intenta dejar de ser una copia y convertirse en un original. Intenta ser libre.


                               “Espero que la vida en la Tierra sea como tú la recuerdas”
                                                                                                        (Gerty)

20 julio, 2010

Pelham 1 2 3

 La decoración escaparatística de los videoclubes, suele obedecer a un gusto exquisito y atroz por la “decoración mosaico” que forman los posters de películas ya pasadas de moda. Estos posters suelen poseer una cierta decoloración y una degradación de los colores debido a la tozudez de su enemigo más implacable: el sol.
Los rayos solares convierten estos posters en primos lejanos de las polaroids de los años ochenta. La única diferencia es que, las antiguas polaroids, emergen hoy en día con un cierto encanto, mientras que la mayor parte de las películas que pasan hoy por el videoclub, no sobrevivirán al paso del tiempo ni a la mordedura del vacío. Muchas de estas películas irán desapareciendo en el olvido, antes aún que sus correspondientes posters.

 El otro día, caminando por mi barrio, pasé por delante del videoclub y me fijé en una de esas polaroids. Se titulaba Asalto al tren Pelham 1 2 3 y estaba dirigida por un fulano llamado Tony Scott. No la he visto. Sin embargo, tengo una idea aproximada de lo que le espera al osado que se atreva a verla. Esta es una característica del cine comercial actual: es totalmente predecible. Lo que espera a sus espectadores es una historia convencional, políticamente correcta, llena de explosiones, ralentís, zooms, efectos especiales y un montaje donde, a veces, los planos son tan rápidos que casi no te da tiempo a ver qué demonios ocurre. Si la veis y no he acertado, podéis abofetearme.

 Esta película es un remake (cosa que fabrican unos tipos incapaces de rodar una historia nueva. Lo hacen pensando que la nueva versión será mejor. En serio).
Realmente, lo que recordó mi cerebro obtuso fue la versión anterior de esta película, una película minúscula y poco recordada pero emocionante y maravillosa. Con los títulos de crédito iniciales, una partitura musical espléndida te transporta a los años setenta, a un Nueva York de taxis amarillos donde las mujeres todavía no eran glamurosas y chachis, fashion y ricas, consumistas y republicanas. Todavía no había esa obsesión por el éxito ni se asociaba el feminismo con… ir de compras. La película se titula Pelham 1 2 3. Joseph Sargent. 1974.

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 A lo largo del tiempo, el cine ha ido cambiando y, con él, los cineastas y los espectadores. Posiblemente discernir quien cambia a quien se convertiría en una discusión bizantina. Las técnicas narrativas, los efectos especiales, el exceso de información acerca de las películas y el hecho de que nos bombardeen con imágenes desde todos los sitios posibles, hacen que cada vez resulte más raro disfrutar de una simple historia. Sobre todo porque cada vez resulta más raro que, sencillamente, nos cuenten una historia.

 La mayoría de las películas actuales nos atontan a base de imágenes atractivas pero vacías, nos sacuden a golpe de efectos especiales, nos engañan a través de, más que dudosas, técnicas de manipulación narrativa o de giros tramposos de guión con la intención evidente de embaucarnos y distraernos. Incluso, en muchas de estas películas, pretenden adoctrinarnos o soltarnos peroratas insufribles.Todo con la esperanza de que no se nos ocurra eso tan antiguo de… pensar.
¿Qué hay en todo lo anterior, de eso de contar una historia? Pues bastante poco.

 Cada persona es libre de disfrutar el cine como quiera o como le apetezca, para mí, el cine narrativo es insustituible, el cine de la puesta en escena, de una historia emocionante y bien contada que aún te persigue en los días siguientes, de actores con presencia y personalidad, de cuentos que dan liebre por gato en lugar de gato por liebre, de relatos necesarios. Este es el cine que a mí me apasiona, el otro me interesa poco.

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 Cuatro hombres vestidos con gabardina, sombrero, gafas y bigote postizo, entran en un vagón de metro a través de distintas paradas. Todos van disfrazados igual. Se hacen con el control de la situación y secuestran a todos los ocupantes, parando el vagón en medio de un túnel. A continuación, llaman por radio a la estación de metro. El ayuntamiento de Nueva York debe entregarles un millón de dólares en el plazo de una hora exacta, de lo contrario empezarán a matar rehenes.
Los secuestradores, aparentemente, están atrapados en una ratonera pero, como en cualquier película de este tipo, los secuestradores juegan al gato y al ratón con los policías, mientras los guionistas hacen lo mismo con los espectadores.

 La historia está contada con una concisión y una eficacia narrativa propia del mejor cine de los setenta, no hay ramas que podar porque no hay nada que sobre. La ambientación y la fotografía tienen un aspecto casi documental, y la narración posee la sobriedad que tenían aquellos artesanos maravillosos cuya única pretensión era contar una buena historia, sin adornos, directamente al grano. Parece una película de Sidney Lumet, John Frankenheimer o Arthur Penn.

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 Además de la narración, el ritmo y la acción, la película posee una cualidad deslumbrante que brilla, todavía más, hoy en día, que vivimos totalmente prisioneros de las apariencias y de lo políticamente correcto. Esa cualidad que arrasa la película es su absoluta incorrección en todos los temas que aparecen (racismo, política, instituciones, chistes de género…) convirtiéndolo todo en una sátira descarnada.

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 Cuando se comunica el secuestro por radio, aprovechan para enseñarnos el funcionamiento interno de la sala de control del metro de Nueva York. Tipos durmiendo en su puesto de trabajo, desidia, aburrimiento… incluso el jefe de estación dice cosas como: Al diablo los pasajeros, que pretenden por 35 centavos ¿vivir eternamente?

 El fulano que nos enseña todo esto es el protagonista de la película, para ello han escogido al actor más socarrón de la historia del cine: Walter Matthau. El corazón de Walter Matthau no bombea sangre, bombea vitriolo. Su rostro de hiena, casaba perfectamente con el sarcasmo más extraordinario a la hora de pronunciar sus frases (ideadas por tipos de dialogo afilado, como Billy Wilder). Sólo por este actor ya merece la pena acercarte a este cuentecillo de secuestros donde, por una vez, no nos importa lo que ocurre en la superficie de Nueva York. Todo lo que importa ocurre bajo tierra, a nivel subterráneo.

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 Por último, en esta película se produce el estornudo más inoportuno de la historia del cine, la prueba de que nunca se debe secuestrar nada si estás acatarrado.

              - Secuestrador: Si me hacen caso, a nadie le pasará nada.
              - Pasajero: Eso mismo nos dijeron en Vietnam y aún tengo metralla en
                el culo.

07 julio, 2010

Anatomía del desastre

 El mundo de la gente que trabaja en el cine suele ser muy endogámico. Cuando un equipo técnico se desplaza a un sitio determinado para hacer una película, de alguna manera se produce una “suspensión de la realidad” para cada una de esas personas. Durante ocho o diez semanas dejan a su familia habitual para formar parte de otra “extraña” familia: la del rodaje. Al terminar la jornada de trabajo –normalmente diez horas-, te vas al hotel y, con frecuencia, no te queda otro remedio que compartir tu tiempo libre, de nuevo, con las mismas personas que llevas trabajando todo el día. Y así un día, y otro, y el siguiente…

 Esta situación temporal, para algunos, es ideal, intensa y divertida. Sobre todo para los más jóvenes y nómadas, que gustan de olvidar la rutina de su vida diaria. En este apartado, también te puedes encontrar gente que aprovecha ese “período” como válvula o vía de escape para descansar de su vida o de su familia, así como a tipos de cincuenta años que se comportan como jóvenes de veinte e intentan seguir el ritmo de esos jóvenes como si fuesen “niños-eternos” que huyen hacia delante.
Para otros, en cambio, estas semanas son una situación de transición, un trabajo, saben que volverán a la “normalidad” y a ver a su familia y amigos en un plazo de tiempo corto. Muchas veces aprovechan los fines de semana para volver a su vida. De todo hay.
Este período en el que perteneces a esta especie de familia disfuncional, se asemeja bastante a la vida de un circo o a la de una caravana de gitanos, siempre en movimiento, de aquí para allá. Muy del gusto de Fellini.

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 Las personas que se dedican al dudoso –la mayor parte de las veces- arte de hacer películas, y otros menesteres parecidos, suelen poseer una característica común: les encanta contar las mismas historias una y mil veces. Nunca se cansan de repetir los rodajes en los que han estado, las diversas vicisitudes sufridas o las anécdotas supuestamente extraordinarias que dejaron de serlo la octava vez que fueron contadas. De esta manera, las pausas del rodaje, las comidas o las cenas, siempre están empapadas de la tradición oral del gremio.

 Mientras los más veteranos disparan historias, los más jóvenes escuchan atentamente deseando poder contar historias como esas en un futuro. Todavía no se han dado cuenta de que los veteranos están desapareciendo de los rodajes, en un mundo donde los chacales no buscan ni quieren la experiencia (los buenos profesionales tienen la extraña manía de cobrar), la media de edad de los rodajes está descendiendo abruptamente gracias a una tendencia que está en plena expansión: en lugar de contratar a dos personas que conocen su oficio, contrata a cinco que no dominen su oficio pero que cobren poco, es de suponer que la suma de cinco cosas pequeñas de cómo resultado una grande. Los productores siempre usan unos extraños métodos de medición, usan su “matemática particular”.
La mayoría de la gente con muchos años de experiencia, cansados del eterno desgaste de que nadie valore su trabajo y de que les intenten pagar cada vez menos, con el paso del tiempo, acaban abandonando y dedicándose a otra cosa, conscientes de que cada vez su hueco es más pequeño. Por supuesto, siempre hay un eufemismo maravilloso para definir este tipo de situaciones: es “el signo de los tiempos”. En un futuro no muy lejano, los veteranos (esa gente incómoda y poco manejable que protesta por sus derechos) ya no tendrán cabida. Por eso mola tanto cuando los productores salen en los medios de comunicación diciendo que “la industria necesita a los buenos profesionales”.

 Me he desviado del tema. Supongo que esto es lo que se denomina “digresión inútil”. Estaba hablando de esas charlas épicas en torno a la hoguera, pero con mucho menos encanto, que son lugar común en todos los rodajes.
La mayoría de los “disparadores de anécdotas” son como Clint Eastwood, una vez que se ponen a disparar, nunca dejan munición en el arma. La gente del “mundillo” que no gusta de esta parafernalia expresiva, a menudo son considerados “extraños”, cuando no manifiestamente “sospechosos”.

 Hace unos cuantos años, una de estas charlas llamó mi atención. Un jefe de eléctricos afirmaba, durante una comida, haber trabajado en una película donde un F16 (que no tenía nada que ver con el rodaje) llegó a dispararles misiles. El largometraje en cuestión, era una película “maldita” hecha en 1995 llamada “Atolladero”. El argumento versaba sobre una ciudad del oeste, llamémosle “fronteriza”, ubicada en ninguna parte y que recibía la visita de una nave extraterrestre de la que bajaban unos dinosaurios dispuestos a invadir el planeta. Esta invasión sauria era repelida a balazos por el consabido sheriff y unos cuantos vaqueros entre los que estaba, como actor, Iggy Pop, la estrella del rock. Un western con dinosaurios. Simplemente maravilloso.

 He de reconocer que esta charla fue divertida y enriquecedora. Normalmente, el peso específico de esas pequeñas historias aumenta si en su desarrollo hay nombres importantes como Spielberes, BudyAllens o acontecimientos grandilocuentes como un ataque con misiles. Qué importa que lo que te cuentan sea verdad, mentira o una simple exageración si la historia es verdaderamente buena.
La cosa quedó ahí, enterrada en la memoria, y yo me olvidé de esta historia hasta que, hace unas semanas, un libro se cruzó en mi camino. El libro se titula Making Of. Oscar Aibar. Editorial Mondadori. Oscar Aibar es la persona que dirigió la película “Atolladero” (francamente, ya el título no hacía presagiar nada bueno, la verdad) y en el libro desgrana pormenorizadamente lo que allí ocurrió.

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 “Corazón en Tinieblas” (rodaje de Apocalypse Now) o “Lost in La Mancha” (rodaje de la no-película de Terry Gilliam) son ejemplos de documentales que narran de forma espectacular cómo se va apoderando de un rodaje una inercia negativa imparable que lo convierte todo en un auténtico infierno. En este caso en concreto, el atolladero lo formaban cosas como una climatología adversa, un actor que se muere durante el rodaje (con escenas por hacer, claro), un equipo técnico en tu contra que no cobra desde hace semanas y… sí, un F16 que te dispara misiles. Si queréis saber como es posible que te disparen unos misiles, me temo que tendréis que leer el libro.

 Este libro pertenece a esa estirpe, la de la desgracia inevitable. El autor hace una autopsia del desastre que fue su propio rodaje, convirtiendo el libro en una especie de exorcismo personal donde percibes, de forma inquietante, que las heridas todavía están sin cauterizar, todavía supuran. Quizá el libro es algo así como el intento de que, por fin, aparezca una cicatriz.

 El acercamiento de Oscar Aibar a la hora de narrar su propia pesadilla es un acercamiento a través del humor, del disparate, con la ironía que te proporciona la distancia, con acidez y sin autocompasión, victimismo ni piedad para consigo mismo, lo cual es de agradecer. Llega un momento donde la historia se parece al mito de Sísifo, esa metáfora del esfuerzo inútil del hombre. En el infierno, Sísifo fue obligado a empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada, pero antes de que alcanzase la cima de la colina la piedra siempre rodaba hacia abajo, y Sísifo tenía que empezar de nuevo desde el principio.
Mientras las desgracias se van sucediendo una tras otra y se van sumando de forma ominosa haciendo del rodaje una losa imposible de mover, el director, se convierte en una especie de saco de boxeo, le llueven los golpes de todas partes mientras él se balancea intentando encajarlos de forma digna.

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 Sin poner énfasis en ello, de forma subterránea, el libro aborda otro tema del que se habla poco en todos los libros referidos al cine: la soledad del director.
En un mundo donde la gente cree una cosa, dice otra y hace otra distinta, al principio, todo suelen ser lisonjas, ejércitos de aduladores y palmaditas en la espalda alabando el talento de Supremo Hacedor que posee el director.
Hasta que la cosa se tuerce. Es entonces cuando la figura del director empieza a parecerse, en tamaño y forma, a la de un saco de boxeo.

 El libro puede interpretarse como un manual de supervivencia. El manual de alguien que empieza la película con ilusión y, poco a poco, va germinando en él la duda de si será capaz de sacar adelante un rodaje cada vez más parecido a un cataclismo. Al final, el director ya no se preocupa de dirigir nada, se limita a sobrevivir a esto, su único deseo agónico es terminar la película. Como sea.

 Casi siempre, estos rodajes-catástrofe se producen por razones puramente materiales, la codicia o el morro infinito de algún productor, ineptitudes varias etc. Pero hay otras ocasiones donde se produce una especie de cadena de desastres casi sobrenaturales que lo arrastran todo a su paso y que convierten el remontar la situación en una tarea totalmente imposible.
También es un manual de advertencia para los nuevos directores. Cada vez que das comienzo a un rodaje tiras una moneda, la mayor parte de las veces sale cara, pero en alguna ocasión, la fatalidad está agazapada silenciosamente detrás de la esquina y sale… cruz.

 Voy a terminar con la definición de rodaje que hizo Gordon Willis, posiblemente uno de los directores de fotografía más prestigiosos que ha habido. El concepto de rodaje que tenía este fulano está un poco alejado del supuesto glamour que poseen este tipo de eventos, y eso que nadie le disparó un misil.

 “Rodar es pasarlo mal. Hay mucha gente alrededor, hay que tomar cantidad de decisiones de última hora; es fácil perderse y además es agotador. Yo siempre digo que hacer una película es como extraer carbón, pero hay gente que no me entiende”.